21.8.12

Ejemplos para Cameron


El primer ministro David Cameron podría seguir el ejemplo del general guatemalteco Romeo Lucas García, un asesino que ejerció la presidencia de su país entre 1978 y 1982. Uno de los episodios más recordados de su administración es el asalto por fuerzas policiales a la Embajada de España, ocurrido el 31 de enero de 1980, luego que un grupo de indígenas sobrevivientes de las masacres perpetradas por el Ejército en el occidente se refugiara en esa sede diplomática. En ella, el representante de Madrid, Máximo Cajal, atendía a un ex vicepresidente y un ex canciller del país anfitrión.

De inmediato, el gobierno instaló un cerco de fuerzas policiales en torno al inmueble. El embajador pidió tiempo para negociar con los indígenas pero no le fue concedido. Los efectivos oficiales lanzaron granadas de fósforo blanco al interior de la embajada y ésta se incendió. Las fuerzas policiales impidieron el paso a los bomberos y al personal de la Cruz Roja que pretendía rescatar a los atrapados en el incendio. De las 41 personas que había en el reciento, sobrevivieron sólo tres: el propio Cajal, el abogado Mario Aguirre Godoy y el indígena Gregorio Yujá Xona. Los tres sufrieron graves quemaduras. El primero fue sacado de inmediato de Guatemala y el tercero fue internado en un hospital local. Al día siguiente el gobierno lo secuestró, lo torturó y lo asesinó, y dejó su cadáver frente a la Universidad de San Carlos. España rompió relaciones con Guatemala.

El primer ministro Cameron podría también inspirarse en el jefe militar afgano Ahmad Sah Masud, apodado “El León de Panjshir”, quien tuvo a su cargo el asalto al edificio de la ONU en Kabul el 26 de septiembre de 1996. Desde cuatro años antes, el depuesto Mohamed Najibulá, títere abandonado a su suerte por los soviéticos, se encontraba refugiado allí, junto con su hermano Shahpur, y los talibán recién triunfantes querían las cabezas de ambos. La sede, que tenía estatuto de embajada, fue tomada por asalto y la turba de combatientes montó un espectáculo en el que el plato fuerte fue la castración y el asesinato de los dos refugiados. Luego, los cadáveres fueron expuestos con cigarrillos en los labios y billetes en los dedos y el nuevo régimen prohibió que les fueran prodigados funerales islámicos regulares.

No hay en la historia reciente, hasta donde sé, otros casos de asaltos a legaciones diplomáticas por parte de fuerzas locales, a menos que se trate de intervenciones solicitadas por los representantes extranjeros, como ocurrió en Lima en abril de 1997, cuando fuerzas policiales enviadas por Alberto Fujimori irrumpieron en la residencia del embajador japonés, tomada cuatro meses antes por una docena de guerrilleros que capturaron como rehenes a 72 personas.

Ahora Julian Assange está refugiado en la embajada de Ecuador en Londres y el gobierno que preside David Cameron, y el Estado que encabeza la anciana Elizabeth Alexandra Mary Windsor, amenazan con sacarlo de allí por la fuerza. Serían los terceros, después del general guatemalteco y del cabecilla afgano, en cometer semejante brutalidad.

Ni el mismo Pinochet se atrevió a tomar por asalto una sede diplomática –las de México y Cuba, repletas de perseguidos, eran candidatas evidentes– cuando se encaramó al poder de manera sangrienta, en el ya lejano septiembre de 1973. La integridad de las representaciones extranjeras se respeta por un principio básico de civilización: si una de ellas es violentada, se corre el peligro de desencadenar un efecto dominó de escala planetaria. Como lo dijo hace unos días el ex embajador inglés Craig Murray a propósito de las amenazas formuladas por el gobierno de su país, “si la policía entra a la embaja de Ecuador, todos los diplomáticos británicos en el mundo estarán en peligro”.

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