El primer ministro David Cameron podría
seguir el ejemplo del general guatemalteco Romeo Lucas García, un
asesino que ejerció la presidencia de su país entre 1978 y 1982.
Uno de los episodios más recordados de su administración es el
asalto por fuerzas policiales a la Embajada de España, ocurrido el
31 de enero de 1980, luego que un grupo de indígenas sobrevivientes
de las masacres perpetradas por el Ejército en el occidente se
refugiara en esa sede diplomática. En ella, el representante de
Madrid, Máximo Cajal, atendía a un ex vicepresidente y un ex
canciller del país anfitrión.
De inmediato, el gobierno instaló un
cerco de fuerzas policiales en torno al inmueble. El embajador pidió
tiempo para negociar con los indígenas pero no le fue concedido. Los
efectivos oficiales lanzaron granadas de fósforo blanco al interior
de la embajada y ésta se incendió. Las fuerzas policiales
impidieron el paso a los bomberos y al personal de la Cruz Roja que
pretendía rescatar a los atrapados en el incendio. De las 41
personas que había en el reciento, sobrevivieron sólo tres: el
propio Cajal, el abogado Mario Aguirre Godoy y el indígena Gregorio
Yujá Xona. Los tres sufrieron graves quemaduras. El primero fue
sacado de inmediato de Guatemala y el tercero fue internado en un
hospital local. Al día siguiente el gobierno lo secuestró, lo
torturó y lo asesinó, y dejó su cadáver frente a la Universidad
de San Carlos. España rompió relaciones con Guatemala.
El primer ministro Cameron podría
también inspirarse en el jefe militar afgano Ahmad Sah Masud,
apodado “El León de Panjshir”, quien tuvo a su cargo el asalto
al edificio de la ONU en Kabul el 26 de septiembre de 1996. Desde
cuatro años antes, el depuesto Mohamed Najibulá, títere abandonado
a su suerte por los soviéticos, se encontraba refugiado allí, junto
con su hermano Shahpur, y los talibán recién triunfantes querían
las cabezas de ambos. La sede, que tenía estatuto de embajada, fue
tomada por asalto y la turba de combatientes montó un espectáculo
en el que el plato fuerte fue la castración y el asesinato de los
dos refugiados. Luego, los cadáveres fueron expuestos con
cigarrillos en los labios y billetes en los dedos y el nuevo régimen
prohibió que les fueran prodigados funerales islámicos regulares.
No hay en la historia reciente, hasta
donde sé, otros casos de asaltos a legaciones diplomáticas por
parte de fuerzas locales, a menos que se trate de intervenciones
solicitadas por los representantes extranjeros, como ocurrió en Lima
en abril de 1997, cuando fuerzas policiales enviadas por Alberto
Fujimori irrumpieron en la residencia del embajador japonés, tomada
cuatro meses antes por una docena de guerrilleros que capturaron como
rehenes a 72 personas.
Ahora Julian Assange está refugiado en
la embajada de Ecuador en Londres y el gobierno que preside David
Cameron, y el Estado que encabeza la anciana Elizabeth Alexandra Mary
Windsor, amenazan con sacarlo de allí por la fuerza. Serían los
terceros, después del general guatemalteco y del cabecilla afgano,
en cometer semejante brutalidad.
Ni el mismo Pinochet se atrevió a
tomar por asalto una sede diplomática –las de México y Cuba, repletas de perseguidos, eran
candidatas evidentes– cuando se encaramó al poder de manera
sangrienta, en el ya lejano septiembre de 1973. La integridad de las
representaciones extranjeras se respeta por un principio básico de
civilización: si una de ellas es violentada, se corre el peligro de
desencadenar un efecto dominó de escala planetaria. Como lo dijo
hace unos días el ex embajador inglés Craig Murray a propósito de
las amenazas formuladas por el gobierno de su país, “si la policía
entra a la embaja de Ecuador, todos los diplomáticos británicos en
el mundo estarán en peligro”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario