En los últimos 24 años la sociedad mexicana ha sido víctima
de tres grandes fraudes en comicios presidenciales; fraudes a ritmo promedio de
uno cada ocho años. Los dos primeros (1988 y 2006) se saldaron con sendas
imposiciones, en la Presidencia, de individuos que causaron daños gravísimos al
país. Las consecuencias del tercero... están por verse.
En este cuarto de siglo ha habido sólo dos gobiernos federales emanados
de las urnas: el de Ernesto Zedillo y el de Vicente Fox. El primero, represor en
lo político y depredador en lo económico, no tuvo sin embargo más remedio que apechugar
con la apertura democrática exigida y protagonizada por la sociedad y permitió
la realización de comicios libres en 1997 y en 2000. En ambos cambiaron de manos
los más importantes cargos del país: el gobierno del Distrito Federal, conquistado
por la izquierda con Cuauhtémoc Cárdenas a la cabeza, y la Presidencia, ganada tres
años más tarde por el empresariado, esta vez bajo la bandera de Acción Nacional,
pero con el respaldo indiscutible de una mayoría ciudadana. Fuera de ese breve
paréntesis de tres años, las fórmulas de recambio presidencial han sido urdidas
y gestadas en las entrañas institucionales y corporativas del régimen político
e impuestas por medio de simulaciones democráticas con propósitos de legitimación.
Desde 1988 la derecha tradicional optó por volverse parte
integrante del régimen y desde entonces las alternancias entre el PRI y el PAN
son meros cambios de fachada de un modelo político y económico antidemocrático
y oligárquico, basado en la permanente devaluación de la población, la
concentración creciente de riqueza y poder en unas cuantas manos y el
desmantelamiento progresivo del Estado y de la Carta Magna.
En cinco ocasiones sucesivas la izquierda y los sectores
progresistas del país, por su parte, han intentado llegar a la Presidencia –posición
clave del poder político—por la vía electoral, con un saldo hasta ahora
desolador: ganaron dos de las correspondientes elecciones –1988 y 2006–, pero
en ambos casos les fue arrebatado el triunfo mediante la descarada alteración de
los resultados electorales; perdieron limpiamente la justa democrática en otras
dos –1994 y 2000– y habrían vuelto a ganar en 2012 de no ser porque la oligarquía
político-empresarial y mediática urdió para esta ocasión un fraude pre
electoral: sobornó a cinco millones de ciudadanos (sobran en el presente escenario
económico aquellos para quienes mil pesos representan la diferencia entre una quincena
de comida y una quincena de hambre) para asegurarle a su abanderado, Enrique
Peña Nieto, un margen relativamente holgado de triunfo, a pesar de ser el
candidato presidencial más repudiado de que se tenga noticia.
Las autoridades responsables de organizar, vigilar y
calificar la elección –el IFE, la Fepade y el Tribunal Electoral– se
comportaron de manera parcial y facciosa a lo largo de las campañas. Es claro,
visto en retrospectiva, que su desempeño obedeció a una consigna inequívoca: no
permitir el triunfo del candidato de las izquierdas e impedir, al precio que
fuera, que la elección presidencial pusiera en riesgo la perpetuación del
modelo político y económico vigente.
Desde julio de 2011, con motivo de las elecciones locales en
el Estado de México, pudo verse la clase de blindaje fraudulento con el que se
había dotado el poder oligárquico. La elección de Eruviel Ávila como gobernador
incluyó el respaldo descarado de Televisa, la compra masiva de sufragios, el amedrentamiento
y/o la cooptación de opositores y el uso de las oficinas públicas como
mecanismos de coacción para que el PRI amasara un porcentaje de sufragios
perfectamente desmesurado e inverosímil. Algunos advertimos en ese entonces que
el movimiento lopezobradorista se preparaba para enfrentar el fraude pasado, el
de 2006, mas no para remontar el que se perpetraría en 2012 y que, salvo prueba
en contrario, la
vía electoral estaba clausurada como instrumento de transformación
nacional. Fue, posiblemente, un señalamiento crítico injusto para con el más
formidable esfuerzo de organización política y social de signo progresista emprendido
en la historia moderna de México –el Movimiento de Regeneración Nacional, Morena–
y de cualquier forma el abandono anticipado de la arena electoral habría
equivalido a un suicidio. Sin embargo, a la luz de lo ocurrido entre el 1 de
julio pasado y la fecha de hoy, queda claro que la única forma de garantizar un
triunfo electoral presidencial ante el aparato delictivo del régimen sería
obtener el 70 por ciento o más de los sufragios y, por si aún así hiciera falta defender
ese resultado por la vía jurídica, obtener de los urdidores del fraude una
confesión de chanchullos notariada, videograbada y ratificada personalmente
ante todos y cada uno de los siete magistrados del tribunal electoral. Y tal
vez, ni así.
En suma, el tercer fraude oligárquico del México moderno no
sólo despoja a la mayoría de la sociedad del ejercicio de la Presidencia, sino
que ha terminado por disipar las esperanzas depositadas por muchos en la
posibilidad de llegar al poder político por medio de las vías institucionales
establecidas. Lo más doloroso, exasperante y canallesco de este último atraco
electoral, pues, no es necesariamente la postergación del cambio de rumbo y de
prioridades que el país requiere en casi todos los órdenes, sino el asesinato de
la confianza en las elecciones. O, más directamente, el asesinato de la
democracia.
Ahora el desafío acuciante e inmediato consiste en imaginar,
formular, poner en práctica y generalizar modalidades de lucha política y
social pacífica que permitan transitar la incierta ruta entre el tercer fraude
y la regeneración de la república. Entre la justificada cólera social del
presente y la confección de una cuarta Constitución el camino no es necesaria
ni obligadamente largo –su duración depende, en buena medida, de la iniciativa,
creatividad y capacidad de convocatoria de los movimientos sociales que hoy se
expresan contra una tercera imposición presidencial y contra la conformación de
un nuevo gobierno espurio–, pero sí va a ser, con toda seguridad, difícil. Para
acometerlo, más vale ir haciendo acopio de energía, pasión, paciencia y
lucidez.
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