31.8.12

Tercer fraude


En los últimos 24 años la sociedad mexicana ha sido víctima de tres grandes fraudes en comicios presidenciales; fraudes a ritmo promedio de uno cada ocho años. Los dos primeros (1988 y 2006) se saldaron con sendas imposiciones, en la Presidencia, de individuos que causaron daños gravísimos al país. Las consecuencias del tercero... están por verse.

En este cuarto de siglo ha habido sólo dos gobiernos federales emanados de las urnas: el de Ernesto Zedillo y el de Vicente Fox. El primero, represor en lo político y depredador en lo económico, no tuvo sin embargo más remedio que apechugar con la apertura democrática exigida y protagonizada por la sociedad y permitió la realización de comicios libres en 1997 y en 2000. En ambos cambiaron de manos los más importantes cargos del país: el gobierno del Distrito Federal, conquistado por la izquierda con Cuauhtémoc Cárdenas a la cabeza, y la Presidencia, ganada tres años más tarde por el empresariado, esta vez bajo la bandera de Acción Nacional, pero con el respaldo indiscutible de una mayoría ciudadana. Fuera de ese breve paréntesis de tres años, las fórmulas de recambio presidencial han sido urdidas y gestadas en las entrañas institucionales y corporativas del régimen político e impuestas por medio de simulaciones democráticas con propósitos de legitimación.

Desde 1988 la derecha tradicional optó por volverse parte integrante del régimen y desde entonces las alternancias entre el PRI y el PAN son meros cambios de fachada de un modelo político y económico antidemocrático y oligárquico, basado en la permanente devaluación de la población, la concentración creciente de riqueza y poder en unas cuantas manos y el desmantelamiento progresivo del Estado y de la Carta Magna.

En cinco ocasiones sucesivas la izquierda y los sectores progresistas del país, por su parte, han intentado llegar a la Presidencia –posición clave del poder político—por la vía electoral, con un saldo hasta ahora desolador: ganaron dos de las correspondientes elecciones –1988 y 2006–, pero en ambos casos les fue arrebatado el triunfo mediante la descarada alteración de los resultados electorales; perdieron limpiamente la justa democrática en otras dos –1994 y 2000– y habrían vuelto a ganar en 2012 de no ser porque la oligarquía político-empresarial y mediática urdió para esta ocasión un fraude pre electoral: sobornó a cinco millones de ciudadanos (sobran en el presente escenario económico aquellos para quienes mil pesos representan la diferencia entre una quincena de comida y una quincena de hambre) para asegurarle a su abanderado, Enrique Peña Nieto, un margen relativamente holgado de triunfo, a pesar de ser el candidato presidencial más repudiado de que se tenga noticia.

Las autoridades responsables de organizar, vigilar y calificar la elección –el IFE, la Fepade y el Tribunal Electoral– se comportaron de manera parcial y facciosa a lo largo de las campañas. Es claro, visto en retrospectiva, que su desempeño obedeció a una consigna inequívoca: no permitir el triunfo del candidato de las izquierdas e impedir, al precio que fuera, que la elección presidencial pusiera en riesgo la perpetuación del modelo político y económico vigente.

Desde julio de 2011, con motivo de las elecciones locales en el Estado de México, pudo verse la clase de blindaje fraudulento con el que se había dotado el poder oligárquico. La elección de Eruviel Ávila como gobernador incluyó el respaldo descarado de Televisa, la compra masiva de sufragios, el amedrentamiento y/o la cooptación de opositores y el uso de las oficinas públicas como mecanismos de coacción para que el PRI amasara un porcentaje de sufragios perfectamente desmesurado e inverosímil. Algunos advertimos en ese entonces que el movimiento lopezobradorista se preparaba para enfrentar el fraude pasado, el de 2006, mas no para remontar el que se perpetraría en 2012 y que, salvo prueba en contrario, la vía electoral estaba clausurada como instrumento de transformación nacional. Fue, posiblemente, un señalamiento crítico injusto para con el más formidable esfuerzo de organización política y social de signo progresista emprendido en la historia moderna de México –el Movimiento de Regeneración Nacional, Morena– y de cualquier forma el abandono anticipado de la arena electoral habría equivalido a un suicidio. Sin embargo, a la luz de lo ocurrido entre el 1 de julio pasado y la fecha de hoy, queda claro que la única forma de garantizar un triunfo electoral presidencial ante el aparato delictivo del régimen sería obtener el 70 por ciento o más de los sufragios y, por si aún así hiciera falta defender ese resultado por la vía jurídica, obtener de los urdidores del fraude una confesión de chanchullos notariada, videograbada y ratificada personalmente ante todos y cada uno de los siete magistrados del tribunal electoral. Y tal vez, ni así.

En suma, el tercer fraude oligárquico del México moderno no sólo despoja a la mayoría de la sociedad del ejercicio de la Presidencia, sino que ha terminado por disipar las esperanzas depositadas por muchos en la posibilidad de llegar al poder político por medio de las vías institucionales establecidas. Lo más doloroso, exasperante y canallesco de este último atraco electoral, pues, no es necesariamente la postergación del cambio de rumbo y de prioridades que el país requiere en casi todos los órdenes, sino el asesinato de la confianza en las elecciones. O, más directamente, el asesinato de la democracia.


Ahora el desafío acuciante e inmediato consiste en imaginar, formular, poner en práctica y generalizar modalidades de lucha política y social pacífica que permitan transitar la incierta ruta entre el tercer fraude y la regeneración de la república. Entre la justificada cólera social del presente y la confección de una cuarta Constitución el camino no es necesaria ni obligadamente largo –su duración depende, en buena medida, de la iniciativa, creatividad y capacidad de convocatoria de los movimientos sociales que hoy se expresan contra una tercera imposición presidencial y contra la conformación de un nuevo gobierno espurio–, pero sí va a ser, con toda seguridad, difícil. Para acometerlo, más vale ir haciendo acopio de energía, pasión, paciencia y lucidez.

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