En Rosario cae la tarde. Hace ya mucho
tiempo que el doctor Guevara alcanzó la edad en la que la razón
corroe las convicciones morales absolutas: a sus 84 años mira hacia
atrás, contempla la obra de su vida y se siente feliz, pese a todo.
El mundo no cambió en la manera radical que él, siendo joven,
habría esperado; la historia se movió en direcciones
contradictorias y ahora todo está, a un tiempo, peor y mejor que
antes. Él, en este albor de milenio nuevo, también está peor y
mejor que en los idílicos años 50 del siglo pasado, cuando estuvo a
punto de embarcarse con los jóvenes soñadores que partieron a Cuba
a hacer una revolución. Casi todos ellos (70 de 82), recuerda,
murieron ametrallados por las tropas de Fulgencio Batista en la Playa
de las Coloradas, justo después de desembarcar de un yate de recreo
antes de que pudieran internarse en la zona de manglares, rumbo a la
Sierra.
En ocasiones, el doctor Guevara
recuerda esa época y sueña con el mundo que sería si él hubiese
subido a la embarcación para morir unos días después en una playa
extranjera o para formar parte de un régimen rebelde y acaso también
para proseguir la lucha por el socialismo en varios continentes.
Tarde o temprano, piensa, lo habrían matado. Quién sabe: tal vez se
habría convertido en una leyenda mundial, en el paradigma de la
generosidad y el sacrificio, en el ejemplo de la entrega
desinteresada a causas ajenas y extrañas. Acaso su cara habría
sido estampada por miles en los billetes de banco y en los edificios
de la nueva Cuba y, décadas más tarde, en camisetas y otros
productos de consumo masivo. Pero las cosas ocurrieron de diferente
manera, y a él le parece que la vida es un compendio de
satisfacciones y de frustraciones que en total suman algo muy cercano
a cero, pero que vale la pena tal como es y por sí misma.
El doctor Guevara desperdició esa
oportunidad remota de convertirse en un héroe mítico –o, quién
sabe, en un mero organismo muerto y desamparado, tostado por el sol
de una playa extranjera– pero después de esas noches frías de
México al lado de Fidel Castro y sus cubanos revolucionarios volvió
a interesarse en la medicina. Regresó a la universidad, cursó
estudios superiores en epidemiología e inmunología y durante una
década se concentró en la investigación. Se dejó llevar por una
intuición genial, siguió una pista que parecía conducir a una
relación entre ciertos cuadros de asma e irregularidades hormonales,
y vivió la sensación impagable de estar a centímetros de un
hallazgo fundamental.
El doctor Guevara no sonríe cuando
recuerda lo difícil de su decisión en México. Prefiere evocar la
etapa siguiente, cuando volvió a su ciudad natal y se enfrascó en
una campaña titánica con la burocracia gubernamental para fundar,
allí, el Centro de Investigación de Alergias, el Cenia, una
institución modesta pero que es, a fin de cuentas, la obra de su
vida.
Anochece ya en Rosario y una nieta del
doctor Guevara, una mujer joven y guapa, llega a la casa del abuelo
amadísimo. El anfitrión se pone feliz. Si le da la vida, pronto
será bisabuelo. Respira con la serenidad de un hombre que ha podido
escoger entre dos cursos de vida radicalmente distintos. Optó por
uno que le permitió convivir con su primera y con su segunda
esposas, con sus hijos y, durante unos años, construir juguetes
rústicos y fascinantes para sus nietos amados. Sabe, con la
sabiduría de la madurez, que no escogió entre el bien y el mal,
sino entre el deber y el deseo. Eso sí, no cambia por nada la
satisfacción animal de estar aún en este mundo, a pesar de los achaques, ni la
tranquilidad moral de haber salvado muchas vidas y no haber
provocado, inducido ni pregonado la muerte de nadie.
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