8.10.12

Doctor Guevara


En Rosario cae la tarde. Hace ya mucho tiempo que el doctor Guevara alcanzó la edad en la que la razón corroe las convicciones morales absolutas: a sus 84 años mira hacia atrás, contempla la obra de su vida y se siente feliz, pese a todo. El mundo no cambió en la manera radical que él, siendo joven, habría esperado; la historia se movió en direcciones contradictorias y ahora todo está, a un tiempo, peor y mejor que antes. Él, en este albor de milenio nuevo, también está peor y mejor que en los idílicos años 50 del siglo pasado, cuando estuvo a punto de embarcarse con los jóvenes soñadores que partieron a Cuba a hacer una revolución. Casi todos ellos (70 de 82), recuerda, murieron ametrallados por las tropas de Fulgencio Batista en la Playa de las Coloradas, justo después de desembarcar de un yate de recreo antes de que pudieran internarse en la zona de manglares, rumbo a la Sierra.

En ocasiones, el doctor Guevara recuerda esa época y sueña con el mundo que sería si él hubiese subido a la embarcación para morir unos días después en una playa extranjera o para formar parte de un régimen rebelde y acaso también para proseguir la lucha por el socialismo en varios continentes. Tarde o temprano, piensa, lo habrían matado. Quién sabe: tal vez se habría convertido en una leyenda mundial, en el paradigma de la generosidad y el sacrificio, en el ejemplo de la entrega desinteresada a causas ajenas y extrañas. Acaso su cara habría sido estampada por miles en los billetes de banco y en los edificios de la nueva Cuba y, décadas más tarde, en camisetas y otros productos de consumo masivo. Pero las cosas ocurrieron de diferente manera, y a él le parece que la vida es un compendio de satisfacciones y de frustraciones que en total suman algo muy cercano a cero, pero que vale la pena tal como es y por sí misma.

El doctor Guevara desperdició esa oportunidad remota de convertirse en un héroe mítico –o, quién sabe, en un mero organismo muerto y desamparado, tostado por el sol de una playa extranjera– pero después de esas noches frías de México al lado de Fidel Castro y sus cubanos revolucionarios volvió a interesarse en la medicina. Regresó a la universidad, cursó estudios superiores en epidemiología e inmunología y durante una década se concentró en la investigación. Se dejó llevar por una intuición genial, siguió una pista que parecía conducir a una relación entre ciertos cuadros de asma e irregularidades hormonales, y vivió la sensación impagable de estar a centímetros de un hallazgo fundamental.

El doctor Guevara no sonríe cuando recuerda lo difícil de su decisión en México. Prefiere evocar la etapa siguiente, cuando volvió a su ciudad natal y se enfrascó en una campaña titánica con la burocracia gubernamental para fundar, allí, el Centro de Investigación de Alergias, el Cenia, una institución modesta pero que es, a fin de cuentas, la obra de su vida.

Anochece ya en Rosario y una nieta del doctor Guevara, una mujer joven y guapa, llega a la casa del abuelo amadísimo. El anfitrión se pone feliz. Si le da la vida, pronto será bisabuelo. Respira con la serenidad de un hombre que ha podido escoger entre dos cursos de vida radicalmente distintos. Optó por uno que le permitió convivir con su primera y con su segunda esposas, con sus hijos y, durante unos años, construir juguetes rústicos y fascinantes para sus nietos amados. Sabe, con la sabiduría de la madurez, que no escogió entre el bien y el mal, sino entre el deber y el deseo. Eso sí, no cambia por nada la satisfacción animal de estar aún en este mundo, a pesar de los achaques, ni la tranquilidad moral de haber salvado muchas vidas y no haber provocado, inducido ni pregonado la muerte de nadie.



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