La semana pasada en el municipio de
Zaragoza, Coahuila, unos lugareños capturaron a una osa que vagaba
cerca de sus casas. Dieron aviso a los bomberos y a elementos de
protección civil y luego, todos juntos, maltrataron al animal y se
tomaron fotos con él. La procuraduría estatal de Protección al
Ambiente (Propaec) reportó que el úrsido fue sometido “utilizando
medios no adecuados, ocasionando daños a la integridad física del
ejemplar” (ulceraciones superficiales en la parte izquierda del
hocico y quijada) y que éste “se encuentra decaído, como un
reflejo del confinamiento y producto de la forma en que fue
capturado”. El suceso fue desplegado de inmediato por buena parte
de los medios, y divulgado masivamente en las redes sociales. El
maltrato causó indignación y las autoridades locales anunciaron
castigos ejemplares para los responsables.
Ciertamente, los actos de crueldad
innecesaria hacia algunas especies son expresiones de vileza y
estupidez, además de que constituyen un delito tipificado en leyes y
reglamentos; es pertinente y necesario erradicar de la sociedad las
tendencias a solazarse en el dolor ajeno, sea de humanos o de
animales. Pero resulta significativo el hecho de que esta sociedad,
sumida en una violencia desbocada que se cobra diariamente decenas de
muertos –baleados, descabezados, descuartizados, disueltos en
ácido–, haya dejado pasar, mientras se indignaba por el maltrato
de la osa, la cuota cotidiana de bajas humanas causada por los
ajustes de cuentas entre los poderosos: el episodio de Zaragoza y su
despliegue tuvieron como telón de fondo, por ejemplo, la muerte de
cuatro individuos a manos de efectivos militares en Nuevo Laredo; la
tortura de cinco policías de Lerdo, Durango, por sus superiores; la
ejecución de dos desconocidos en Chalco; un homicidio a balazos en
Ocotlán, Jalisco; un fallecimiento en una riña en la cárcel de La
Pila, en San Luis Potosí; un asesinato a balazos en Monterrey,
otros dos en Coahuila y dos más en Chihuahua.
El expresar este contraste me valió
ser acusado en las redes sociales de insensible y de promotor de la
crueldad hacia los animales. Recibí un alud de comentarios
graciosos, como que “la vida de un animal vale lo mismo que una
vida humana” (sin especificar si esa equidad incluye a las
chinches), que la osa maltratada cuenta “con un sistema nervioso
tan complejo como el nuestro” o uno que promovía “la solidaridad
con los semejantes, sean éstos de cualquier especie” (sic). Y una
reiterada descalificación ideológica convertida en epíteto reprobatorio: ¡especista!
Ese neologismo fue acuñado
hace cuatro décadas por Richard D. Ryder y
desde entonces algunos grupos de defensa de los animales han
popularizado su uso como arma arrojadiza para tundir a laboratorios
que experimentan con seres vivos, a los peleteros y a los sectores
avícola y ganadero. Uno de los usuarios más beligerantes y
destacados de ese adjetivo es Personas por el Trato Ético de los
Animales (PETA, por sus siglas en inglés), fundado por Ingrid
Newkirk en 1980 y que opera principalmente como distribuidora de
eutanasias para mascotas en desgracia.
Hay enunciados ideológicos que
provocan náusea instantánea. Uno de ellos es la consigna franquista
“muera la inteligencia, viva la muerte”, pronunciada por el
generalote José Millán Astray en la Universidad de Salamanca en
1936. Otro es la insultante comparación formulada por Newkirk: “En
los campos de concentración fueron aniquilados seis millones de
judíos, pero seis mil millones de gallinas morirán este año en
mataderos”.
Una conclusión ética de obvia
resolución es que la lucha por los derechos humanos y las acciones
para prevenir y erradicar la crueldad innecesaria hacia ciertas
especies animales (relativizo porque no he sabido de un defensor de
animales que recurra a la eutanasia digna como método para combatir
una plaga de ratas en su domicilio) son causas civilizatorias y
necesarias y que no tienen por qué ser mutuamente excluyentes,
aunque resulte discutible si es correcto o no establecer prioridades.
Algunos suscribimos sin reservas la sentencia de Aimé Césaire: “un
hombre que grita no es un oso que baila” y tal vez estemos
equivocados. El hecho es que la semana pasada la bulla mediática por
el plantígrado maltratado encontró un eco formidable en un sector
del activismo social y que desde antes el país parece haberse
resignado a su ración diaria de asesinatos. En esos días las
decenas de humanos muertos no fueron, ni juntas ni por separado, tema
de interés para el respetable. Desde luego, la osa no tuvo la culpa.
1 comentario:
El problema no son las ideas sino los fundamentalismos.
Defender animales es humano, pero hacerse pendejo y no defender a la patria ante presidentes espurios (fecal y copetes) es de hormigas.
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