El PRI se apresta a sentar a Enrique
Peña Nieto en la silla que ocupaba su correligionario Gustavo Díaz
Ordaz hace 44 años, cuando el régimen ordenó el asesinato de
cientos de personas en la Plaza de las Tres Culturas y desencadenó,
en los días posteriores, una represión implacable contra miles de
disidentes políticos. De no ser por ese dato de trasfondo, tal vez
la conmemoración de este 2 de octubre no se distinguiría mucho de
las anteriores. La situación se ha comparado, de manera equívoca,
con un inverosímil retorno al Kremlin del Partido Comunista de la
Unión Soviética. De manera equívoca, porque si bien la facción
burocrático-mafiosa que se hizo con el poder en Rusia tras la
desaparición de la Unión Soviética recicló a muchos de los
cuadros gobernantes, la estructura del Estado fue lisa y llanamente
desmantelada.
En México, en cambio, entre 1988 y
1994 la institucionalidad política fue sometida a un reajuste mayor
que le ha garantizado la pervivencia hasta nuestros días. No está
de más recordar dos de los rasgos más característicos de ese
reajuste: por un lado, la reducción del poder de las cúpulas
sectoriales priístas (CTM, CNC, CNOP) a mecanismos clientelares más
ágiles y, sobre todo, bajo el mando presidencial directo, de los que
el ejemplo más claro es Solidaridad - Pronasol - Oportunidades; por
el otro, la conversión del régimen monopartidista en un sistema
bipartidista articulado por el acuerdo en torno al modelo neoliberal.
El verdadero equivalente mexicano del Pacto de la Moncloa –ese que
permitió, paradójicamente, que todo en España quedara “atado, y
bien atado”– fue acordado en el sexenio de Salinas entre el viejo
aparato priísta, el panismo emergente y las cúpulas empresariales,
y desde entonces ha marcado los rumbos y los límites del ejercicio
del poder público. Uno de los puntos centrales de ese pacto es la
preservación transexenal de la impunidad. Por eso los gobiernos
panistas no se tomaron la molestia de procurar justicia para los
crímenes de lesa humanidad cometidos desde el poder hoy hace 44 años
y por eso el calderonato se apresuró a gestionar la impunidad para
Ernesto Zedillo, acusado por su responsabilidad política en la
masacre de Acteal, y desde luego es impensable que Peña Nieto
permita, en caso de que logre tomar posesión, llevar a Calderón a
los tribunales para que responda por su decisión de llevar al país
a una sangrienta y delirante guerra interna.
Resulta, entonces, sumamente impreciso
hablar de una restauración priísta en 2012, porque en estos 12 años
el PRI no ha abandonado el poder político formal y los poderes
fácticos no han abandonado al PRI. Ahora bien: por más que el
sistema se haya preservado casi intacto, y por mucho que Peña Nieto
se parezca a su abuelo político Díaz Ordaz, el 2 de octubre de 2012
no tiene nada que ver con esa misma fecha de 1968. Si por ellos
fuera, cada primero de septiembre los priístas seguirían bañando
en confeti a un asesino con investidura y aquí no habría pasado
nada. Pero en estas cuatro décadas la sociedad sí que ha
experimentado y ha impulsado transformaciones profundas y radicales.
Numerosas gestas políticas, sindicales, campesinas, indígenas,
estudiantiles y de género han fraguado en organizaciones, en
conciencia cívica y en actitudes ciudadanas y sociales rebeldes y
respondonas. Por más que no haya podido evitar la distorsión de su
propia voluntad en la elección del 1 de julio, esa sociedad es, en
cambio, un obstáculo insalvable para que una nueva presidencia
priísta pudiera echar mano de las viejas prácticas represivas de su
pasado, sea la masacre diazordacista en una plaza pública, la guerra
sucia de Echeverría y López Portillo, los asesinatos selectivos
del salinato o las masacres campesinas perpetradas en el gobierno de
Zedillo.
Aun con esas grandes diferencias el
descendiente mexiquense tiene que agradecerle al ancestro poblano
algunos huecos en las movilizaciones de hoy porque, de no haber sido
por Díaz Ordaz, muchos de los jóvenes muertos en Tlatelolco
estarían marchando, así fuera viejos y cansados, hombro con hombro
con los chavos insumisos del presente y esas ausencias duelen y el
crimen no se olvida.
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