Una de las bajas más prominentes de la
guerra de Felipe Calderón es la dignidad de las instituciones. Desde
que entró al Palacio de San Lázaro por la puerta trasera hasta
ahora que está a punto de quitarse para siempre una banda
presidencial usurpada, Calderón ha obligado a hacer el ridículo a
secretarías, organismos descentralizados y cualquier otra entidad en
el organigrama del gobierno federal. En su afán de última hora por
presentar éxitos inexistentes, el calderonato inventa hijos del
Chapo Guzmán capturados o produce historias a medio camino
entre Kusturica y Capulina con un presunto cadáver de un supuesto
capo máximo que, a la postre, sufre un “levantón” póstumo y
deja tras de sí un par de fotos que podrían ser cualquier cosa.
Con los niveles de mendacidad,
turbiedad y sordidez de este régimen, uno hasta puede sospechar que
el propio Z3 se prestó para modelo de las imágenes y que
después de terminada la sesión fotográfica se limpió el
maquillaje y fue amablemente transportado a su domicilio por agentes
federales. O que los efectivos de la Marina cosieron a balazos a un
ciudadano cualquiera, que el calderonato tuvo la espléndida idea de
presentar las fotos del cadáver como si fuera el del Lazca y
que luego se hizo desaparecer el cuerpo para evitar investigaciones
ulteriores. O que en realidad los restos –hayan sido de quien hayan
sido– fueron extraditados a Estados Unidos en una operación
encubierta. En fin, el descrédito de las instituciones ha llegado a
tal punto que uno hasta puede llegar sospechar que de cuando en
cuando dicen algo cierto y que el muerto desaparecido sí era El
Lazca, aunque las reglas
inexorables de la lógica narrativa indican que esa versión es la
menos verosímil de todas.
Y es que el relato oficial está tan
mal construido que empieza con la siguiente escena: uno de los dos o
tres jefes máximos de la criminalidad organizada asiste a un partido
de beisbol en una pick-up destartalada y sin más protección que la
de un acompañante. Unos efectivos de la Marina le marcan el alto,
los delincuentes huyen (una variante afirma que se enfrentan a los
militares) y son abatidos con disparos de precisión efectuados a 300
metros de distancia. Luego los uniformados entregan los cuerpos a una
tal Funeraria García. Poco después un grupo armado se apersona en
el establecimiento, vigilado sólo por ángeles y querubines, sube
los cadáveres a una carroza fúnebre, secuestra al propietario del
negocio para que la conduzca y parte con su botín con rumbo
desconocido.
Se sabe que Pinocho no era buen
narrador y que por no apegarse a las reglas narrativas experimentaba
hipertrofias súbitas en su anatomía. Pero era simpático. Este
Pinocho institucional urdido por Calderón –por quién más– es
irritante y grotesco. Lo peor es que, a diferencia del mítico muñeco
de madera, carece de aptitudes para la rectificación y el
arrepentimiento, y sigue, en sus días finales, perpetrando o
inventando asesinatos y festejándolos como si fueran una práctica
edificante. En unas semanas más Calderón estará retirado de tales
entretenimientos. Ojalá que sus próximas mentiras no sean urdidas
ante estudiantes de alguna universidad gringa –qué culpa tienen,
los pobres– sino ante un tribunal. No hay que dejar caer esa
exigencia.
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