10.10.12

Una muerte contada por Pinocho


Una de las bajas más prominentes de la guerra de Felipe Calderón es la dignidad de las instituciones. Desde que entró al Palacio de San Lázaro por la puerta trasera hasta ahora que está a punto de quitarse para siempre una banda presidencial usurpada, Calderón ha obligado a hacer el ridículo a secretarías, organismos descentralizados y cualquier otra entidad en el organigrama del gobierno federal. En su afán de última hora por presentar éxitos inexistentes, el calderonato inventa hijos del Chapo Guzmán capturados o produce historias a medio camino entre Kusturica y Capulina con un presunto cadáver de un supuesto capo máximo que, a la postre, sufre un “levantón” póstumo y deja tras de sí un par de fotos que podrían ser cualquier cosa.

Con los niveles de mendacidad, turbiedad y sordidez de este régimen, uno hasta puede sospechar que el propio Z3 se prestó para modelo de las imágenes y que después de terminada la sesión fotográfica se limpió el maquillaje y fue amablemente transportado a su domicilio por agentes federales. O que los efectivos de la Marina cosieron a balazos a un ciudadano cualquiera, que el calderonato tuvo la espléndida idea de presentar las fotos del cadáver como si fuera el del Lazca y que luego se hizo desaparecer el cuerpo para evitar investigaciones ulteriores. O que en realidad los restos –hayan sido de quien hayan sido– fueron extraditados a Estados Unidos en una operación encubierta. En fin, el descrédito de las instituciones ha llegado a tal punto que uno hasta puede llegar sospechar que de cuando en cuando dicen algo cierto y que el muerto desaparecido sí era El Lazca, aunque las reglas inexorables de la lógica narrativa indican que esa versión es la menos verosímil de todas.

Y es que el relato oficial está tan mal construido que empieza con la siguiente escena: uno de los dos o tres jefes máximos de la criminalidad organizada asiste a un partido de beisbol en una pick-up destartalada y sin más protección que la de un acompañante. Unos efectivos de la Marina le marcan el alto, los delincuentes huyen (una variante afirma que se enfrentan a los militares) y son abatidos con disparos de precisión efectuados a 300 metros de distancia. Luego los uniformados entregan los cuerpos a una tal Funeraria García. Poco después un grupo armado se apersona en el establecimiento, vigilado sólo por ángeles y querubines, sube los cadáveres a una carroza fúnebre, secuestra al propietario del negocio para que la conduzca y parte con su botín con rumbo desconocido.

Se sabe que Pinocho no era buen narrador y que por no apegarse a las reglas narrativas experimentaba hipertrofias súbitas en su anatomía. Pero era simpático. Este Pinocho institucional urdido por Calderón –por quién más– es irritante y grotesco. Lo peor es que, a diferencia del mítico muñeco de madera, carece de aptitudes para la rectificación y el arrepentimiento, y sigue, en sus días finales, perpetrando o inventando asesinatos y festejándolos como si fueran una práctica edificante. En unas semanas más Calderón estará retirado de tales entretenimientos. Ojalá que sus próximas mentiras no sean urdidas ante estudiantes de alguna universidad gringa –qué culpa tienen, los pobres– sino ante un tribunal. No hay que dejar caer esa exigencia.

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