Llega a su tramo final el espuriato que
empezó en diciembre de 2006 entre conatos de represión masiva,
desfiguros en San Lázaro y una indignación popular vehemente pero
desarticulada. Para entonces no quedaban en Felipe Calderón rastros
del joven abogado comprometido con la democracia. La ambición y los
intereses lo habían carcomido por dentro y se aprestaba a servir de
gerente y abogado de los poderes fácticos empresariales, mediáticos
y caciquiles y al gobierno de Estados Unidos. Sus promesas formales
consistían en bienestar, empleo, desarrollo, “rebasar por la
izquierda”, y todo eso. Su verdadero proyecto de gobierno tenía
por objetivos el facilitar el saqueo de los bienes nacionales por
monopolios y transnacionales, el impulso la concentración de la
riqueza en unas cuantas manos, la continuación del proceso de
devaluación de la población en general iniciado con Salinas y la
entrega del país a los designios geopolíticos de Washington y a los
intereses de las industrias militares y paramilitares, siempre ávidos
de nuevos escenarios bélicos. En términos generales los consiguió
todos, si bien tuvo que dejar pendiente, por causas de resistencia
mayor, la privatización de las partes medulares de la industria
petrolera.
La magna obra de destrucción nacional
ejecutada desde el Ejecutivo federal a lo largo de estos seis años
resulta más visible en la demolición de la paz social y del estado
de derecho. El calderonato ha empeñado en esa tarea un esfuerzo
persistente y sostenido que incluye el establecimiento del terror
militar en ciudades y regiones, la millonaria propaganda de guerra,
la ofensiva legislativa contra las garantías individuales, y la
cesión del control territorial a la delincuencia organizada para
después usar ese control como coartada de arbitrariedades,
atropellos e incluso atrocidades de lesa humanidad. En este sexenio
las balaceras se volvieron combates, la violencia devino espectáculo
televisivo –aunque posteriormente haya sido censurada, a la vista
de los resultados contraproducentes que generaba, pues ponía en
evidencia la ingobernabilidad–, el ejercicio de los derechos
humanos quedó reducido a una exasperada sensación de impotencia e
indefensión y el asesinato dejó de ser motivo de pesar para
convertirse en objeto de celebración oficial: ahora se festeja, a
costa del erario, a cada presunto delincuente “abatido” por las
fuerzas del orden. Una decena de bajas en cualquier bando (si es que
hay bandos) ya no es motivo de indignación y escándalo, sino parte
del acontecer rutinario de México.
Bajo este paroxismo de violencia armada
hay una violencia menos referida en los medios pero más profunda y
determinante: el despojo generalizado a la población por las vías
de la privatización de bienes públicos, la corrupción en contratos
y concesiones, la ofensiva contra el salario y los esquemas fiscales
que favorecen a los grandes capitales y perjudican a los individuos
en su carácter de trabajadores y consumidores. El resultado de esa
violencia es un desempleo inmenso, aunque minimizado por el
maquillaje de las cifras oficiales, el crecimiento de la marginación
y la pobreza, la destrucción de tejido social y la proliferación de
la desesperanza y el cinismo.
Calderón ha cumplido con la tarea para
la que fue impuesto en el cargo. Alentó el engrose de las
principales fortunas del país, restauró las redes de complicidad
que mantienen unido al sistema político y ahora se apresta a
entregar la titularidad del Ejecutivo federal a un nuevo gerente
general que, según los planes, habrá de dar continuidad a los
negocios jugosísimos del saqueo, la destrucción y la muerte. Si
todo sale bien –el régimen oligárquico sabe que estos 30 días
son un tramo particularmente peligroso para su hegemonía–,
Calderón podrá seguir relajándose en Go-karts, de la mano de
Eruviel Ávila, mientras prosiguen los trabajos rutinarios de
entrega-recepción de lo que queda de la administración pública.
Por su parte, Enrique Peña Nieto se prepara para asumir el cargo en
una forma extraña para cualquier otro, pero común en él: en vez de
recorrer el país para empezar a entrar en contacto con la suma de
catástrofes a la que, se supone, tendría que hacer frente, opta por
la ausencia, como si estuviera a punto de ser el próximo presidente
de Finlandia.
Las cosas parecen marchar bien en la
esfera de lo institucional. Pero queda la impresión de que el país
está en otra parte.
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