Te miro muerto.
Te celebro
enraizado en el amor y los nervios.
Alrededor de ti florece el caos
que nadie quiere despejar.
Las rondas infantiles alrededor del cuerpo;
la danza de los cuervos en torno de los vientres
que no se puede detener:
te has vuelto
un dato indiscutible.
Tu faz de piedra es hoy más contundente.
Y yo aquí, transigiendo
con gestos y canciones fuera de sitio
—ajenos al sitial: ingles y música—
y movimientos secuenciales
que no vienen al caso.
Qué tarea tan fácil es construir este barco.
Qué sencillo es botarlo.
¿Te subes? ¿Permaneces borda afuera?
¿Zarpar se ha vuelto vicio?
¿Te empeñas en ser fiel a tu mortaja,
en ocupar tu puesto
en tierra, bajo tierra?
Hermandad de la piel, de los olores;
los loros, las infancias, el estruendo
de construir un amor y demolerlo
raudamente después;
nada nos queda
de esa fraternidad de piedra
—tez y mármol—
establecida en la memoria.
Malas noticias, mala
nueva, compinches de mi vida:
nunca viajé.
No he salido de aquí
y ni siquiera abandoné mi asiento.
Dentro de poco
la piedra va a agotarse en las canteras
y su precio en las bolsas de valores
acaso se dispare
—pero el mármol,
el mármol vil al que tuteamos,
ese pedazo irregular y oscuro,
filoso en sus aristas, floreciente
de ángulos cortantes, caras romas,
amorfo, en suma, universal,
sigue estando en nosotros.
Nos duele su presencia
en el fondo abisal de los pulmones,
sus fragmentos nos duelen ante el mundo,
nos matan de vergüenza. Esto es la muerte:
una vasta, prolífica vergüenza
que nos hace escondernos en un hoyo.
Un himno al que no existe, es la vergüenza
que queda entre los deudos,
flotando como un humo tenue,
dejándolos al margen.
La cuna tumba,
la lluvia inquieta.
La cloaca estigia.
La cancerbera.
La señora del alba.
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