No será fácil. Tarde o temprano, la autoridad tendrá que empezar por desconvencer a los ciudadanos de buena fe que compraron el cuento del propio gobierno: la prohibición de ciertas drogas es una medida eficaz para combatir las adicciones. Esa prohibición empezó siendo el camino fácil –y falso– para enfrentar la innata tendencia de una porción minoritaria de la sociedad a vivir y morir con la cabeza fuera de este mundo. Con respecto al objetivo declarado, la prohibición no sirvió de nada, pero permitió el florecimiento de mafias que conformaron, a su vez, un poderío político y militar capaz de corromper, enfrentar y derrotar a las instituciones públicas, y una actividad monetaria y financiera que es, hoy, uno de los sectores punta de la economía; la ley creó el delito. Las adicciones son anteriores al narcotráfico y persistirán, aunque disminuidas, cuando éste desaparezca, si es que un día desaparece. En ausencia de empresas que buscan ampliar sus mercados por todos los medios posibles, la drogadicción volverá a la marginalidad de la que nunca debió salir y podrá ser enfrentada con los instrumentos antes relegados: la investigación científica, las campañas educativas de prevención, los tratamientos de desintoxicación y las terapias personales y familiares que les permitan a los enganchados reconstruir su sentido del mundo y su lugar en él.
En forma paralela a esta vasta tarea de restauración del sentido común, el gobierno tendrá que tragarse el sapo de la negociación con los narcos, un tema que el calderonato ha convertido en un tabú hipócrita –pues negocia todos los días y a todas horas con delincuentes de todas las clases y especialidades, las fiscales y financieras en primer lugar– pero que resulta ineludible: como lo afirma el viejo principio, no siempre se negocia con los que a uno le caen bien, ni con los santos ni con los bonitos, sino con quienes ejercen poder real, y los empresarios de la droga podrán tener la vida corta, pero concentran un poder equiparable al de los banqueros, los televisos, los gobernadores de horca y cuchillo, los charros sindicales o varios ex presidentes de trayectoria criminal.
El Ejecutivo federal tiene muchas cosas de que hablar con los cárteles: de la conversión en capital de las actuales montañas de efectivo y de una nueva forma de inserción en la economía formal que no sea el lavado; del establecimiento de destinos de inversión; de amnistías e indultos que permitan cambiar unos cuantos años de adrenalina a tope y vida frenética por unas décadas de honorabilidad y existencia apacible; la localización, entrega y reclusión de asesinos patológicos... Algunos capos se rehusarán y otros dirán que sí a la propuesta oficial. Pero, con drogas despenalizadas y reducidas a precios compuestos por un mero valor de costo industrial, utilidad, más impuestos, los remisos tendrán la guerra –entonces sí– perdida.
Habrá que hacer frente, desde luego, a una negociación, acaso más espinosa que la anterior, con Washington: ante la despenalización total de las drogas en su vecino del sur, Estados Unidos no tiene más alternativas viables que colaborar con éste para salir con bien del desmadre temporal que sobrevenga, abatir violencias y delincuencias residuales y, sobre todo, enfrentar la inevitable crisis económica que ocurrirá en la economía mundial, cuando desaparezca en forma abrupta el flujo de cientos de miles de millones de dólares del narco a los centros financieros internacionales. La clase política gringa podrá hacer mucho cacareo pero no cerrará su frontera ni renunciará al TLC ni ordenará la invasión de México por una razón simple: no es tan tonta.
Por supuesto, nadie está proponiendo la venta de cocaína, metanfetaminas o heroína en las misceláneas ni en las cooperativas escolares, puestas en los mismos estantes que los Miguelitos y los Swinkles, ni que se permitan campañas publicitarias para tachas o mota de marcas rivales. La importación, cultivo, fabricación y distribución de drogas deben estar sujetas a controles, supervisión y pago de impuestos. Tal esquema se prestará a corrupción, claro, pero no a tanta como la que genera la actual pretensión de combatir al narco con la fuerza militar y policial.
Tarde o temprano, la autoridad federal tendrá que marchar en esta dirección. En tanto los gobernantes no empiecen a hacerlo, habrá motivos para sospechar que, por intereses políticos, económicos, o por ambos, les conviene que el narcotráfico siga existiendo.
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