En todas sus acepciones, la literal y las figuradas, el adjetivo le calza a la perfección al calderonato. Hagamos el recuento y empecemos por la primera: desde octubre pasado, el valle de México ha perdido luminosidad, y esta vez no ha sido por alguna temible consecuencia de la contaminación, sino porque un hombrecito empoderado a la mala decidió, en función de sus rencores políticos y porque así conviene al peculio de sus socios y amigos, dejar al Valle de México sin la empresa que distribuía la electricidad y daba mantenimiento a la red eléctrica. Posteriormente, sus subordinados decidieron mantener en la oscuridad las razones de esa decisión, no fuera a ser que la sociedad las hallara tan impresentables que se generaran “actos violentos o conflictos sociales”. Por añadidura, del apagón a la fecha, la Comisión Federal de Electricidad (que, a como nos ha ido con ella, debiera llamarse más bien Comisión Federal de Oscuridad) ha entregado más de 500 contratos, por un monto total de mil millones de pesos, y sin licitación de por medio, a empresas fantasma expertas en asegurar la durabilidad de los cortes de energía y en provocar otros nuevos. La caracterización de empresas fantasma, por cierto, es responsabilidad de los propios funcionarios de LFC que se negaron a identificar a tales compañías.
Además de oscuro, este desgobierno es, en las dos acepciones de la RAE, oscurantista: “opositor sistemático a la instrucción de las clases populares”–miren nada más la de regalos a Televisa, al gordillismo y al clero, promotores de la ignorancia– y “defensor de ideas o actitudes irracionales o retrógradas”: desde Los Pinos, en alianza con Catedral, se ha emprendido una cruzada feroz y sostenida contra los avances legislativos del Distrito Federal que aseguran derechos sociales y reproductivos a mujeres y a personas no heterosexuales, en tanto que los testaferros estatales del panismo felipista han convertido las cárceles en calabozos de la Inquisición para alojar en ellos a mujeres que abortan.
Una de las significaciones ineludibles de la metáfora es que, por obra y decisión del calderonato, 28 mil mexicanos han llegado a la oscuridad definitiva de las tumbas (o de los tambos pozoleros), al ritmo de los alegres exhortos necrófilos del gobierno: “esta lucha costará más vidas”. “Si ven polvo es porque limpiamos la casa”, escribió algún plumífero para que Calderón firmara un artículo en Le Monde, acaso sin reparar en la confesión que implica la frase: la autoridad ha decidido usar a la muerte como escoba; la limpieza es social y demográfica, y el régimen se ha tomado la libertad de reducir a polvo a algunas decenas de miles de personas. Que la opinión pública internacional sepa disculpar las molestias que le ocasiona esta obra de exterminio.
El calderonato es, además, macabro, en la medida en que se regodea en “la fealdad de la muerte y de la repulsión que ésta suele causar” (acuérdense del cadáver de Beltrán Leyva, aderezado por sus verdugos con dólares y joyas para la exhibición mediática póstuma). Con semejantes aficiones tanáticas, no es de extrañar que Calderón, para mitigar su propia insignificancia cívica, se ponga a jugar con los despojos mortales de los héroes de la Independencia o que invente, con ellos, ritos más propios de brujo que de estadista. Esa clase de entretenimiento con restos áridos es perverso, pero poco relevante en comparación con su apuesta por la muerte de personas vivas.
En este ambiente de sordidez generalizada, parte del decorado lógico de casa de los sustos son las celdas de castigo en un orfanatorio del DIF o el que una directora de reclusorio (el penal de El Llano, en Aguascalientes) ya de plano se disfrace de Gatúbela región 4 y recorra por las noches los pasillos de la cárcel a su cargo para torturar a los internos; Socorro Gaspar Rivera es sólo otro personaje truculento de un régimen sórdido, dominado por su propio Destrudo: Carstens, bola de demolición de empleos e ingresos; Ulises Ruiz, el de las fauces llenas de sangre; los quemaniños de Hermosillo; García Luna, violador contumaz de derechos humanos; Lozano Alarcón y su manifiesto sadismo laboral; Peña Nieto, desaparecedor y aparecedor de cadáveres infantiles; Norberto, con sus excomuniones a la modernidad y sus encubrimientos de pederastas; Germán Larrea, enterrador de mineros; Gastón Azcárraga, quebrador de aerolíneas...
Pero, con todo y las enormes pérdidas humanas y materiales que ha causado, el régimen tenebroso es una imposición simbólica. Hay que atreverse a empujar y derribar los muros de utilería de la casa de los sustos y comprobar que, fuera de ella, el país puede ser un sitio luminoso.
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