22.3.12

El indeseable



A menos que sean nuestros parientes próximos o que sean depositarias de una simpatía exultante, uno experimenta cercanía o aversión hacia las personas en función de lo que representan, y ese es el caso de los dirigentes y las celebridades. Joseph Ratzinger es el líder máximo de la Iglesia Católica. Ese liderazgo lo hace ser, además, jefe de un Estado que por sí mismo sería tan insignificante como Mónaco, de no ser porque en El Vaticano hay grandes obras de arte y en Montecarlo no hay más que ostentación, sets cinematográficos y mafia. El catolicismo es lo que es, con sus miles de millones de fieles, sus dos milenios de grandezas y de miserias, sus enormes virtudes y sus pavorosos crímenes, y no viene al caso en este texto.

Por lo que hace a la trayectoria del alemán como ser humano, inquisidor y pontífice, que es el tema, el balance resulta desolador, tanto desde la perspectiva de quienes forman parte de la grey católica como de los que pertenecen a otras expresiones religiosas, de quienes no practican ninguna y de los que llanamente no creen en Dios ni en dioses.

En el contexto del mundo moderno el actual pontífice podrá ostentar el título formal de vicario de Cristo, pero por sus obras y por sus acciones representa una mezcla de absolutismo, misoginia, homofobia, intolerancia, discriminación, racismo, eurocentrismo, superstición, autoritarismo, así como encubrimiento de actos de pederastia, lavado de dinero y otros delitos graves.

El primer dato relevante de su biografía es que fue reclutado por las Juventudes Hitlerianas (Hitler Jugend) y que se desempeñó en el servicio de trabajo público del III Reich ( ReichsArbeitsDienst) y, en las postrimerías de la II Guerra Mundial, fue asignado a una batería antiaérea de la Wehrmacht. O sea que, de joven, Benedicto XVI se paseaba con su uniforme nazi mientras se paseaba con un uniforme de las juventudes hitlerianas mientras Auschwitz, Dachau, Treblinka y otros mataderos funcionaban a toda su capacidad en la tarea de destruir judíos, gitanos, eslavos, homosexuales, socialistas, comunistas, demócratas antifascistas y discapacitados, entre otros grupos de la población europea. “Me forzaron”, dijo años más tarde, en tiempos en que el gobierno de George W. Bush encarcelaba a decenas de muchachos por negarse a ser ejecutores de la carnicería que Washington perpetró en Irak.

No todos los jóvenes en edad de servicio militar tienen la entereza para rechazar el reclutamiento y afrontar las consecuencias y parte del drama de Alemania y Austria en la segunda mitad del siglo XX es que una buena parte de su población había participado, de buen grado o no, en el delirio nacional socialista. Kur Waldheim, por ejemplo, llegó a secretario general de la ONU y después se hizo presidente de Austria sin ofrecer una disculpa por su pasado. Otros, de mayor integridad moral, como Günter Grass, terminaron por confesar su vinculación con los nazis y pidieron perdón. Hasta ahora, Ratzinger no lo ha hecho. En uno de los actos más cínicos con los que uno pueda toparse, el actual Papa ha dicho que no comprende “el silencio de Dios” ante la carnicería realizada por el III Reich. Los actos divinos son, por definición, inescrutables, pero los humanos, no, y lo que no se entiende es el silencio de Ratzinger ante su propio pasado.

Es sabido que, dos décadas después de terminada la conflagración, y ya convertido en religioso y en funcionario clerical, el ahora pontífice coqueteó con los vientos de cambio y renovación que soplaron en el Concilio Vaticano II, pero durante el papado de Paulo VI se distanció de esas posiciones y posteriormente fue nombrado prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sucesora del Santo Oficio. Desde ese cargo, Ratzinger emprendió la persecución implacable de los teólogos de la liberación que pretendían sensibilizar a la Iglesia ante la desesperada situación de poblaciones hambreadas, oprimidas y humilladas, particularmente en países de América Latina. Hans Küng, Leonardo Boff, Eugen Drewermann, Edward Schillebeeckx, Pedro Casaldáliga, Gustavo Gutiérrez y Juan José Tamayo-Acosta son sólo los más conocidos de entre los cerca de 140 sancionados.

Por añadidura, Ratzinger imprimió al conjunto de la institucionalidad católica su espíritu sectario y absolutista. En 2000, por ejemplo, su oficina publicó la declaración Dominus Iesus, “Sobre el carácter único y la universalidad de Jesucristo y de la Iglesia para la salvación”, monumento de intolerancia que descalificaba a toda práctica religiosa no católica como vía de salvación, lo que generó una oleada de indignación.

En forma paralela, desde la oficina de Ratzinger se formulaban los sustentos discursivos de la intolerancia doctrinal característica del pontificado de Karol Wojtyla en asuntos de género, derechos reproductivos y minorías sexuales, y se gestionana el encubrimiento vaticano de un cúmulo de agresiones sexuales perpetradas por hombres de la Iglesia en los dos lados del Atlántico. En 1998 el Papa actual recibió en propia mano, por ejemplo, el informe elaborado por Maria O'Donohue y Maura McDonald sobre agresiones sexuales cometidas por curas, obispos y arzobispos contra centenares de monjas en 23 países, y cerró la boca. Tres años más tarde él y Tarcisio Bertone redactaron la encíclica secreta De delictis gravioribus, que desalentaba la denuncia ante autoridades seculares de delitos sexuales cometidos por integrantes del clero.

A pesar de los alegatos vaticanos en el sentido de que tales delitos son excepcionales, estudios como los realizados por Félix López (Universidad de Salamanca), Philip Kenkins y Richard Sipe indican que el número de agresores sexuales –de mujeres y de menores de ambos sexos– en las filas del clero católico oscila entre 12 mil y 60 mil. El primero de esos autores concluyó que más del 8 por ciento de los delitos sexuales cometidos contra menores en España corrió a cargo de sacerdotes católicos. Sipe, por su parte, estimó que el 6 por ciento de los curas estadunidenses han mantenido algún tipo de contacto sexual con menores. Es decir, las tendencias pedófilas en las filas del clero constituyen un fenómeno delictivo que no puede reducirse a casos aislados. Pero Ratzinger, en su papel de inquisidor, hizo cuanto pudo para ocultar el problema o, cuando menos, para minimizarlo.

No es suficiente el espacio para detallar los empeños del actual pontífice para impedir que las mujeres ejerzan su derecho a la plena igualdad con los hombres, para mantener a las expresiones de la diversidad sexual en el cajón medieval de “enfermedades” o para impedir que los individuos ejerzan sobre sus cuerpos la soberanía que les otorgan los marcos legales contemporáneos. Ya habrá tiempo para hablar de la obsesión de Ratzinger por someter a las instituciones políticas laicas al imperio de los dictados religiosos –un punto en el que se parece tanto a los fundamentalistas islámicos– y para hacer un recuento de sus agravios a los judíos, a los musulmanes y a los pueblos indios de América. En lo inmediato, el que escribe considera que lo arriba expuesto es razón suficiente para considerar a Joseph Ratzinger una persona indeseable que no debería ser bienvenida en este país.

1 comentario:

El Ciudadano X dijo...

Excelente post mi estimado Pedro Miguel, espero me permita reproducirlo en http://mexicoendescomposicion.blogspot.com para su disución con los respectivos créditos