Hasta hace unos años, cuando uno
escarbaba y encontraba por accidente huesos humanos, la reacción
natural oscilaba entre ponerse en contacto con el arqueólogo de
cabecera, buscar al brujo o al sacerdote, para “limpiar” el sitio
de cosas malas o bendecirlo, o bien invitar al festín al sobrino que
estudiaba Medicina y que siempre andaba en dificultades para hacerse
de materiales didácticos. Pero tenía razón Josefina Vázquez Mota
cuando dijo, en su infortunada toma de protesta como candidata
presidencial panista, que su partido le ha cambiado el rostro al
país. Hoy México parece un tzompantli adornado con cabezas frescas
y ante un hallazgo macabro a uno ya no se le ocurre acudir al
Instituto Nacional de Antropología e Historia; ahora lo lógico es
reportar las osamentas ante la Policía o el Ejército.
Fue el caso del hallazgo de este fin de
semana en una cueva de la ranchería Nuevo Ojo de Agua, municipio de
Frontera Comalapa, y notificado de inmediato a la Procuraduría
General de Justicia de Chiapas. Tal vez porque sigue vivo el recuerdo
de las masacres de migrantes en San Fernando, Tamaulipas, lo primero
que cruzó por la mente de algunos redactores de noticias, en el afán
de dar contexto, fue que el municipio chiapaneco donde fueron
hallados los restos óseos de 167 personas es zona de tránsito de
indocumentados centroamericanos.
Para alivio general, los forenses
establecieron, desde un primer momento, aunque “sin descartar
ninguna línea de investigación”, que los huesos tenían más de
50 años de antigüedad y que no había en ellos señales de
violencia. En las horas siguientes pudo establecerse que esas
defunciones ocurrieron hace mil años, en el periodo clásico tardío
de las culturas mesoamericanas, que lo hallado era en realidad el
vestigio de un cementerio prehispánico, que esas muertes nos
resultan casi del todo ajenas (vaya el “casi” en homenaje a
Terencio) y que, al menos en esta ocasión, los datos de una muerte
colectiva no entran en el macabro marcador en el que periódicamente
se solaza el gobierno federal desde hace más de cinco años.
A este régimen le encantan los
rituales fúnebres, ya sea para honrar a los caídos en sus propias
filas como para ultrajar los cadáveres de los enemigos muertos
(acuérdense de las fotos del cuerpo de Arturo Beltrán Leyva
cubierto de billetes, distribuidas por el propio gobierno) y hasta
para exhibir, en una ceremonia sórdida y enfermiza, los huesos de
los héroes patrios. Por lo demás, en este lustro horrible el
calderonato no sólo se ha empeñado en echarle gasolina al fuego de
la violencia delictiva sino que ha machacado a la sociedad con la
prédica de que el homicidio es inevitable, necesario y hasta
deseable. El propio Calderón afirma, en cada oportunidad que puede,
que no hay otro camino que tenerle paciencia a la muerte y que su
guerra “va para largo”, incluso con proyección transexenal.
En la lógica oficial, los sacrificios
humanos ser han vuelto, pues, una suerte de extensión de las
obligaciones fiscales. Cambien el sol (que necesitaba alimentarse de
guerreros y doncellas frescas para trepar por el firmamento cada
mañana, o para renacer cada 52 años) por la expresión estado de
derecho y verán las implicaciones de ese discurso sobre la necesidad
de fallecimientos con violencia. La gran diferencia entre una y otra
circunstancias es que los sacrificios de antaño, aunque atroces, ni
beneficiaban ni perjudicaban en nada al homenajeado, porque a la bola
incandescente le importa un bledo que maten en su nombre, en tanto
que el estado de derecho es descuartizado cada vez que se nos habla,
desde el poder público, de “muertes necesarias” o, cuando menos,
“inevitables”.
Desde luego, esto no tiene nada que ver
con una solicitud para que las autoridades renuncien a combatir la
delincuencia –como interpreta Calderón, con una agotadora mala fe,
cada crítica a su guerra– sino con la necesidad de cambiar
radicalmente los métodos para combatirla. Por humanidad, por sentido
común, por responsabilidad y hasta por misericordia consigo misma,
la sociedad tendría que rechazar en forma contundente e
inequívocamente mayoritariamente su rechazo a la continuación de la
carnicería en curso, y devolver los hallazgos de huesos humanos al
dominio de la arqueología. Como fue el caso, a fin de cuentas, y
para alivio de todos, en la cueva de Frontera Comalapa.
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