Empieza hoy esta serie de apuntes, que
irán apareciendo en #PulsoCiudadano, y que se escriben con la
esperanza de su difusión en las redes sociales, sobre personajes,
circunstancias y cifras de la catástrofe regresiva en la que se
encuentra México.
Los cuerpos descuartizados son la otra
cara de la moneda de los truhanes respetables que se pasean, sin
sombra de sospecha que les nuble la vida, en Audi blindado o en
helicóptero. El desmantelamiento sistemático de todo lo que huela a
pueblo es el correlato de los rascacielos impecables. Hay vasos
comunicantes inocultables entre la pulcritud de las oficinas públicas
y la hediondez que brota de las fosas comunes, los lamentos que
escapan de los explotaderos de carne humana, el aire tóxico que se
instala sobre los socavones a cielo abierto de las mineras
transnacionales.
La persistencia de un régimen político
podrido es posible por un ejercicio orweliano –vía los medios y el
discurso oficial– de adulteración de lo real. Y lo más
impactante, como dijo la entrañable Lillian Hellman acerca de la era
negra del macartismo, no era el senador McCarthy con sus maneras de
inquisidor medieval, sino “toda la gente que no se manifestó”:
los tiempos de canallas requieren del acanallamiento generalizado, un
requisito sine qua non para que este régimen oligárquico inicie –El
Cielo no lo quiera, no lo permitamos nosotros– un nuevo ciclo con
el concurso de cualquiera de sus franquicias electorales: la
blanquiazul o la tricolor.
No vaya a recordarnos alguien, en un
futuro cercano, que no fuimos capaces de alzar la voz ante el saqueo,
la corrupción, las violaciones a los derechos humanos, la
frivolidad, la insensibilidad y la ignorancia que caracterizan a este
nuestro propio tiempo de canallas.
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