Cuando quería ser coloquial le
brotaban expresiones desgraciadas –es decir: sin gracia– como
aquella del “no traigo cash”. Siendo candidato, e interrogado
sobre el porcentaje que esperaba obtener en las elecciones de 1994,
respondió: “andamos por el tostón”. En efecto, logró el 50 por
ciento de los votos en unos comicios que, según él mismo reconoció
años después, no se habían desarrollado en condiciones
equitativas. Se refería a que su campaña contó con recursos
desmesuradamente superiores a los de sus rivales. Ciertamente,
Salinas inyectó ríos de dinero y comprometió a las dependencias
del poder público en la promoción impúdica del aspirante
oficialista. Pero, a diferencia de lo ocurrido seis años antes, en
1994 no fue necesario sacar los votos opositores de las urnas ni
rellenarlas con sufragios para el PRI.
Tras el asesinato de Luis Donaldo
Colosio, Ernesto Zedillo pudo parecer, a ojos de Salinas, una
marioneta de fácil manejo, no sólo por su inexperiencia política
sino también por las afinidades ideológicas: el candidato sustituto
era ferviente partidario de las privatizaciones de la propiedad
pública, la apertura comercial subordinada y la destrucción de las
instituciones de bienestar social. De hecho, al tomar posesión, el 1
de diciembre de 1994, Zedillo no se midió en la lambisconería para
quien lo puso en el cargo: “un presidente que gobernó con visión;
que con inteligencia y patriotismo concibió grandes transformaciones
y supo llevarlas a cabo con determinación (...) Estoy seguro de que
Carlos Salinas de Gortari tendrá siempre la gratitud y el aprecio
del pueblo de México”.
Pero la concordia entre el antecesor y
el sucesor duró pocos días. Dicen que, tras el error de diciembre,
un alto funcionario de Zedillo reprochó a su antecesor salinista:
“Ustedes dejaron la economía prendida con alfileres”. “Sí
–habría dicho el interpelado–; pero ustedes quitaron los
alfileres”. Cierto o imaginario, el diálogo es ilustrativo de la
perversidad y la torpeza que se conjuntaron en la mayor crisis
financiera en la historia del país y que, de paso, enemistó a los
dos últimos presidentes priístas.
Esa catástrofe, provocada desde el
poder público, fue seguida por la traición de febrero, perpetrada
por el presidente contra el Ejército Zapatista de Liberación
Nacional –con el que se encontraba en pláticas–, contra los
intermediarios entre la insurgencia y el gobierno y contra su propio
secretario de Gobernación. La traición habría de repetirse cuando
Zedillo desconoció el compromiso que había adoptado su gobierno en
San Andrés Larráinzar y se negó a enviar al Congreso las
iniciativas de ley derivadas de los acuerdos con el EZLN. En sus dos
primeros dos años el zedillato simuló que dialogaba con los
insurrectos, pero desde el principio apostó a las prácticas
regulares de la contrainsurgencia: acoso y agresiones a la población
civil, promoción activa del paramilitarismo, expulsión de
comunidades enteras de sus tierras. Consecuencia de esa estrategia es
la realización de masacres en el campo, relacionadas o no con el
conflicto chiapaneco. En Aguas Blancas, Guerrero (1995), 17
integrantes de la Organización Campesina de la Sierra del Sur fueron
emboscados y asesinados por agentes de la policía estatal, bajo la
responsabilidad del gobernador priísta Ruben Figueroa Alcocer. A ese
crimen de Estado habrían de seguir los cometidos en Acteal y El
Bosque (Chiapas) y El Charco (Guerrero), en los que participaron
autoridades estatales y federales priístas.
Sangriento, traidor e inepto, el
zedillato –continuación accidentada y accidental del salinato–
fue también profundamente corrupto. Para salvar a los banqueros
estafadores, Zedillo ideó la nacionalización de las deudas de la
banca (Fobaproa), al amparo de la cual se cometieron toda clase de
fraudes. El atraco (552 mil millones de pesos de botín) se cosumó
en diciembre de 1998 en el Palacio Legislativo de San Lázaro, con la
legalización, sin fiscalización de por medio, del “rescate”
bancario zedillista. En ese operativo los priístas contaron con el
apoyo de Acción Nacional y con la aprobación del entonces
presidente de ese partido, Felipe Calderón.
Con la ilusión de quitarse de encima
esa clase de gobiernos, en julio de 2000 la ciudadanía votó
mayoritariamente por Vicente Fox. La mayoría de quienes dieron su
sufragio al guanajuatense ignoraban que Acción Nacional era ya parte
del régimen y que PRI y PAN estaban de acuerdo en lo fundamental: el
modelo económico neoliberal, el modelo político autoritario y
fraudulento y el modelo administrativo, esencialmente corrupto.
Ciertamente, de 1988 a la fecha las
cosas han ido de mal en mucho peor. Por eso, ahora que Pedro Joaquín
Coldwell, presidente nacional del tricolor, llama a “poner fin a la pesadilla de dolor, violencia, corrupción y pobreza”, hay que
hacerle caso y no votar en julio próximo por Peña Nieto ni por
Vázquez Mota, continuadores garantizados de la pesadilla.
3 comentarios:
No he podido evitar sonreír con tu cierre de nota: muy bueno éste, y excelente recorrido sobre acentos importantes ésta. Como siempre, un gusto leerte, en este caso un gusto plagado de coincidencias. Un abrazo querido e onfatigable Pedro, a ti y tu inteligente y constante apreciación del devenir político.
dedazo: quise decir "infatigable", no onfatigable... Abrazo grande
Ya leíste a Krauze hoy?
Que opinas?
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