22.6.12
Julian, el perseguido
Para cuando salgan impresas esta líneas, Julian Assange habrá cumplido un año y diez meses de estar sometido a una persecución judicial sin delito visible. Su verdadera culpa es haber hecho públicos centenares de miles de documentos que prueban la extremada putrefacción existente en los altos círculos del poder en buena parte de los países del mundo, empezando por los videos del Pentágono que documentan la comisión de crímenes de lesa humanidad por las fuerzas militares estadunidenses en Irak y Afganistán, un asunto en el que Gran Bretaña tiene una vinculación menor y Suecia, ninguna. Pero en todo ese tiempo los sistemas judiciales de ambos países –Estocolmo, como peticionario de la extradición, y Londres, como otorgante– han mantenido contra Assange una batalla judicial absurda e hipócrita.
El régimen estadunidense, por su parte, aunque no le ha fincado acusación alguna (todavía), ha dicho, por boca de sus funcionarios, políticos e informadores, verdaderas atrocidades contra Assange. El vicepresidente Joe Biden y el líder de la minoría senatorial Mitch McConnell lo describen como “un terrorista de alta tecnología”; el segundo opina que el australiano debería ser tratado como “un combatiente enemigo” y el jefe del Estado Mayor conjunto, Mike Mullen, afirma que “tiene las manos manchadas de sangre de algún joven soldado o de una familia afgana”. La ex gobernadora de Alaska Sarah Palin opinó que la captura de Assange debía tener la misma prioridad que la de los líderes de Al Qaeda. Bill O'Reilly, presentador de FOX, pidió su ejecución, la de los integrantes del equipo de WikiLeaks y la de quienes han filtrado documentos. Un asesor del primer ministro canadiense recomendó el asesinato del informador, en tanto que la jefa del gobierno australiano, Julia Gillard, propuso retirarle la nacionalidad y cancelarle el pasaporte.
El perseguido se ha hecho merecedor, entre otros reconocimientos, al premio de Amnistía Internacional de Medios por difundir las ejecuciones extrajudiciales en Kenia (2009); el Premio Sam Adams, la selección de los lectores de persona del año en Time, la inclusión en la lista de las cien personas más influyentes de esa misma publicación y la personalidad del año elegida por los lectores de Le Monde (2010); asimismo, recibió el Premio Periodístico Martha Gellhorn y la medalla de la Sydney Peace Foundation por sus “excepcionales valor e iniciativa en la promoción de los derechos humanos”.
Más allá de reconocimientos, el mérito de WikiLeaks, Assange y Bradley Manning –el soldado estadunidense que filtró los documentos y las videograbaciones militares que prueban las atrocidades cometidas por Washington en Irak y Afganistán–, estriba en que, sin ellos, el mundo sería hoy un sitio más oscuro y sórdido de lo que ya es, y las democracias de fachada de Estados Unidos y Europa occidental estarían atropellando derechos humanos con una impunidad semejante a la que ostentaron en los años terribles de la era de Bush, cuando una flota aérea surcaba los cielos de cuatro continentes llevando secuestrados a centros de tortura y exterminio, mientras miles de metros abajo los parlamentos pulcros votaban leyes de protección a los derechos humanos.
Por descontado, la labor de WikiLeaks ha dado elementos a las insurgencias cívicas y pacíficas que hoy proliferan en el mundo y que desbordan calles en Wall Street, en Madrid, en El Cairo, en Santiago y en México, entre otros puntos del planeta, sea porque el portal de filtraciones ha permitido conocer algunos detalles sórdidos de los gobiernos correspondientes o, simplemente, porque ha mostrado a muchos sectores sociales el camino para un trabajo de información horizontal capaz de contrarrestar a los poderes mediáticos tradicionales, casi siempre aliados –cuando no cómplices– de los políticos.
La persecución misma de Manning y de Assange pone al desnudo la verdadera naturaleza de los regímenes “democráticos” de países como Inglaterra, Estados Unidos y Suecia. Mientras que los militares responsables de disparar contra grupos de civiles inermes gozan de la protección de sus superiores, el hombre que entregó los videos correspondientes cumple ya dos años de sufrir toda suerte de atropellos carcelarios y enfrenta la posibilidad de ser sentenciado a cadena perpetua.
Mientras el Departamento de Estado brinda cobertura a los truhanes a los que envía a intervenir y violar la ley en una treintena de países, Assange, que puso al descubierto los cables diplomáticos que lo prueban, es perseguido por una acusación rocambolesca e inverosímil. Éste es el resumen:
El 21 de agosto de 2010 la fiscal sueca Maria Häljebo ordenó su arresto para investigarlo por una supuesta agresión sexual contra Anna Ardin, pero ésta admitió que el encuentro había ocurrido con mutuo consentimiento, de modo que la funcionaria retiró la orden a las pocas horas y declaró que no había motivos para la detención. Aun así, el 30 de ese mes fue interrogado en Estocolmo por la policía, la cual no encontró razón alguna para detenerlo. Assange abandonó el territorio sueco el 27 de septiembre, y tres días más tarde otra fiscal del país nórdico, Marianne Ny, ordenó reabrir la investigación, esta vez por dos supuestas agresiones sexuales: contra Ardin y contra Sofia Wilen, pese a que ambas reconocían que sus relaciones íntimas con el sospechoso habían sido voluntarias, y giró una orden internacional de presentación para interrogarlo.
Más tarde, en una de las audiencias de extradición realizadas en el Reino Unido, una ex jueza de la Corte de Apelaciones de Suecia, Brita Sundberg-Weitman, descalificó el trabajo de Marianne Ny, la cual, dijo, “siempre da por hecho que los acusados son culpables. Creo que está tan preocupada por la situación de las mujeres agredidas y violadas que ha perdido el equilibrio”. Los fundamentos de la acusación son así de endebles: Anna Ardin se quejó porque Assange no interrumpió la relación sexual una vez que se rompió el condón que utilizaban, en tanto que Sofia Wilen adujo que el sospechoso se había frotado contra su cuerpo cuando ella dormía. En ambos casos, las “víctimas” siguieron frecuentando al “agresor” –la segunda lo albergó en su casa– varios días después de ocurridas las “agresiones”.
El martes pasado Assange acudió a la embajada de Ecuador en Londres y pidió asilo al gobierno que encabeza Rafael Correa. Al momento de escribir estas líneas, las autoridades de Quito estudiaban la petición. Es posible que le sea concedida, porque el gobierno ecuatoriano ha mantenido una postura digna, soberana y apegada a principios. Es menos probable que los gobiernos de Londres y de Estocolmo le permitan la salida de territorio inglés, porque si se le reconoce como perseguido político se vendrá abajo el teatro de las acusaciones en su contra y se evidenciará que la persecución ha tenido, desde un primer momento, motivaciones políticas tan obvias como inconfesables. Tal vez pronto llegue el momento de marchar a las representaciones diplomáticas del Reino Unido y de Suecia para exigir a los gobiernos respectivos que permitan el asilo de Assange, activista de la verdad y de la transparencia. Porque las ciudadanías de muchos países están en deuda con él y con Bradley Manning, y porque ambos, al igual que WikiLeaks, son ética, política y humanamente indispensables.
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