La semana pasada la violencia enlutó a una familia encumbrada, la de los Moreira, gobernante en Coahuila y cercana a Peña Nieto. Dista de ser el primer caso. En junio del año antepasado el entonces candidato priísta a la gubernatura de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, fue asesinado junto con cuatro de sus colaboradores. Incluso si se da por buena la versión de que los avionazos en los que murieron dos secretarios de Gobernación fueron accidentales, el grupo gobernante no ha podido permanecer inmune a la enmarañada confrontación armada que él mismo desató en el país.
Algunos procuran aferrarse a la versión
más devastada del optimismo y suponen que una nueva presidencia
priísta podría lograr la desactivación de la violencia, así fuera
mediante la gestión de un acuerdo subrepticio entre los diversos
frentes de la delincuencia organizada que estableciera reglas claras
de convivencia entre ellos, un nuevo reparto de territorios y la
entrega de núcleos de población a las garras de la extorsión
regularizada.
Independientemente de los juramentos y
alegatos de Peña en el sentido de que por nada del mundo negociará
con la delincuencia organizada, el supuesto se basa en antecedentes
harto conocidos del modus gobernandi de los priístas en
tiempos no tan pasados y en entidades tan significativas, para el
caso, como el Estado de México y no es, por ello, una perspectiva
tan descabellada como pudiera pensarse. A fin de cuentas, las
corporaciones policiales federales, estatales y municipales han
operado históricamente como bisagras entre la criminalidad y el
poder público y durante la docena trágica del panismo han salido a
la luz diversos indicios de que lo siguen haciendo.
Pero tal vez la violencia actual ya no
sea controlable desde las máximas instancias del poder público
federal desde las cuales fue desatada y promovida. La actual lógica
del incremento del poder criminal no es sólo un producto de la
descomposición institucional, sino la desembocadura inevitable de un
modelo político-económico caracterizado por el debilitamiento
sistemático del Estado, por el abandono de todos los rubros a la
lógica salvaje del mercado y por la exaltación de la rentabilidad
máxima. La delincuencia conforma ya un sector de la economía que no
puede ser considerado marginal, si se tiene en mente su volumen de
negocios y el monto de recursos que inyecta, en forma inexorable, en
lo que queda de la formalidad económica. Lo que empezó como una
fiebre de privatizaciones corruptas, socialización de pérdidas y
saqueo de la propiedad pública disfrazado de contratos y concesiones
ha encontrado continuación en el narcotráfico, el secuestro y el
tráfico de personas. El fenómeno, por cierto, no se queda en las
fronteras nacionales.
En esta perspectiva, el régimen
oligárquico podrá gestionar pactos bajo la mesa y acuerdos mafiosos
pero no conseguirá volver a colocar en la caja de Pandora los
múltiples factores e intereses que se benefician con la “guerra”
que proclamó Calderón, incluidos los de la intervención externa.
Por mucho que la violencia empiece a
afectar a los integrantes del régimen oligárquico, éstos no podrán
desactivarla por la simple razón de que, par hacerlo, tendrían que
desechar el modelo del país al cual deben su encumbramiento.
1 comentario:
Apreciado Pedro: Desde mi punto de vista, el narcotrafico jamas podrá ser erradicado del Planeta y lo único que queda es legalizar las "drogas".
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