1.7.10

El último suspiro
del Conquistador / XLIII



Cuando Juan Riestra vio a Rufino golpeado y humillado, sintió en las entrañas un hervor de remordimientos; todo el cuerpo del muchacho se movía en espasmos y temblores, menos la mirada, que permanecía fija en el empresario. Éste se levantó de un salto de la cama, corrió hacia el muchacho, lo abrazó y Rufino aulló de dolor: tenía dos costillas rotas. Riestra arrancó la manta que cubría la cama, lo envolvió en ella y lo condujo penosamente, por el pasillo y escaleras abajo, hasta el estacionamiento. En el camino, el hombre de la recepción le gritó:

—¡La colcha es propiedad del hotel! Si la saca de establecimiento, deberá pagarla.

—¿Dónde hay un hospital? —gritó Riestra a su vez, sin hacer caso del reclamo.

—Dos cuadras hacia abajo, por Morelos Norte, y luego da vuelta a la izquierda. Ahí luego luego —respondió el encargado, sin insistir en el tema de la prenda.

El empresario ayudó al muchacho a subir a su vehículo, condujo de acuerdo con las indicaciones y encontró una clínica de mala muerte. Rufino fue ingresado, auscultado, radiografiado y diagnosticado con fracturas varias, hematomas en cabeza, rostro, brazos y tórax, y desgarramiento del tejido anal. Permaneció internado tres días de los siete que había calculado el médico de guardia, y durante ellos Riestra se mantuvo día y noche al lado de la cama, sin salir de la habitación salvo para ir a comer a alguna fonda cercana y para inventarle a su mujer, desde teléfonos públicos, motivos de su ausencia. Pero ni él ni Rufino pudieron hablar. El empresario se sentía aturdido por los hechos y desgarrado entre la sensación de culpabilidad y el afán de reorganizar su vida a la brevedad.

En esas horas, Rufino, por su parte, comprendió que no podría permanecer al lado de su benefactor y amante y que, en lo sucesivo, tendría que hacer su propia vida, cuyos rumbos estaban mucho más claros que cuando conoció a Juan Riestra. Al cuarto día de su internamiento, el joven aprovechó una ausencia momentánea de Riestra, comprobó que podía caminar y moverse, así fuera con dolor, se vistió, abandonó la habitación y salió de la clínica, sin reparar en las advertencias de una enfermera malencarada que se cruzó con él en el pasillo, se dirigió a la terminal de autobuses del pueblo y tomó un transporte cualquiera hacia cualquier lugar. Juan Riestra y Rufino Vázquez Morgado no volvieron a verse nunca.

* * *

Era muy temprano en París. Casi no había transeúntes y Evaristo Terré fue el único que presenció, desde el puente de la calle Louis Blanc, la caída de Andrés a las aguas del canal Saint Martin. El colombiano se asomó al pretil y se tranquilizó al ver que su amigo chapoteaba y gritaba. “A éste no le pasa nada”, se dijo para sí. Se dio media vuelta, caminó por el Quai de Jemmapes y le indicó a Andrés:

—Nade en esta dirección. ¡Esforzate un poquito, hombre!

—Glu... Sí... ¡Me aho...! —decía el otro, mientras se empeñaba en seguir las instrucciones que recibía desde tierra.

Momentos después, ambos se reunieron en unas escaleras inmediatas a las Esclusas de los Muertos y Terré rescató a su chorreante compañero. En cuanto Andrés tuvo los dos pies en tierra, recibió una sonora bofetada, acompañada de una admonición:

—¡Eso no se hace, pendejo!

—Es que sentí que ya no podía hacer otra cosa —replicó el físico, empapado y con la mirada fija en el suelo.

Mientras recorrían el resto del trayecto hacia el apartamento de Terré, éste recuperó el humor y preguntó a su acompañante:

—¿Qué sentiste al tocar el agua?

—Arrepentimiento. Pensé que nunca más iba a sentir la sensación del agua fría.

Ambos rieron. Cuando llegaron al edificio en el que vivía el colombiano, ya había franca luz de sol. Terré preparó café y Andrés fue en busca de su celular, con la idea de llamar a alguno de sus compañeros del doctorado para explorar la forma de reincorporarse. Al aparato se le había agotado la pila y lo puso a cargar.

* * *

La muerte del analista más lúcido, del crítico más implacable del poder, del humorista leído por millones, del comentarista tan ácido como admirado, cimbró al país. Sus familiares, sus amigos y sus lectores le organizaron un homenaje de cuerpo presente y, por supuesto, el presidente en turno no fue invitado. El gobernante envió emisarios que argumentaron sobre la importancia de que el jefe del Ejecutivo acudiera a las exequias, pero regresaron ante su jefe con respuestas negativas. Entonces, en lo que él mismo percibió como un gesto de audacia y valentía, esa misma noche el presidente en turno emitió un decreto por el que el cadáver del escritor era declarado patrimonio nacional. En las primeras horas de la madrugada se imprimió una edición extraordinaria del Diario Oficial, de apenas 100 ejemplares y cuatro páginas, para dar validez legal a la medida, y a las dos de la mañana, en el recinto en donde velaban al fallecido, se presentó un agrupamiento de la Policía Federal, con órdenes de asegurar el ataúd y de expulsar a los presentes. Pero la actriz Jesusa Rodríguez encaró al jefe de los uniformados:

—El señor no se va a mover de aquí. Ustedes llevan 23 mil muertos y ninguno les ha importado. ¿Por qué tanto interés en éste?

* * *

La enfermera insistía en que Jacinta debía acudir ante el médico que atendía a Eduviges, pero la muchacha le paró el alto y le dijo:

—Ya sé que es urgente, pero hasta en las urgencias hay prioridades.

Y ante el estupor de la enfermera, Jacinta calculó con rapidez la hora que sería en París. “Ni modo: lo voy a despertar”, se dijo, y marcó el número de Andrés. Escuchó doce timbrazos pero nadie respondió, hasta que un tono de ocupado le indicó que su intento de comunicarse había fallado. Con un gesto de fastidio, volteó hacia la enfermera y le dijo:

—La sigo.

Llegaron a un cubículo pequeño e impecable y la enfermera le dijo con tono molesto:

—Ahorita viene el doctor. Aquí espérelo.

Jacinta se sentó en una de las dos sillas situadas frente al escritorio minúsculo y no quiso pensar en el estado de su mamá; más bien dejó que sus pensamientos divagaran en torno al lugar, y percibió que éste no había sido diseñado para que alguien trabajara en él, sino únicamente para que los médicos dieran notificaciones a los pacientes y a sus familiares. “La de malas noticias que habrán escuchado estas paredes de tabla roca”, pensó, y supuso que, para limpiar esa carga negativa, esas áreas de los hospitales eran sometidas a frecuentes remodelaciones.

El médico, un hombre joven y guapo, pero sombrío, llegó a los pocos momentos, la saludó de mano, se sentó tras el escritorio y la miró a los ojos.

—Le pido serenidad, señorita Manzano.

—Dionez Manzano –replicó ella, sosteniéndole la mirada.

—Eh... Disculpe —se cohibió el profesional— El estado de su mami ha tenido una evolución muy poco satisfactoria.

—¿Por qué no me lo dice de una vez? —le espetó ella con dureza y fastidio—. ¿Qué le pasa?

—Se encuentra en estado vegetativo —respondió el médico.

Jacinta recibió el dato con dolor y furia, pero decidió no externar sus sentimientos.

—Creí que me iba a comunicar algo de veras grave —le reviró al médico—. En estado vegetativo lleva ya muchos años.


(Continuará)

2 comentarios:

Angel Panza dijo...

Estimado Pedro: Me sorprendió sentir verdadera rabia e impotencia al leer lo que le pasó a Rufino. Creo que es un reflejo de lo que siento al ver las escenas de injusticia, hipocresía, abuso de poder, intolerancia e indiferencia en que vivimos todos los días. Pero también sentí compasión y empatía por la actitud de Riestra. ¡Muchas gracias por despertar nuestros sentidos a través de tus palabras, y ayudar a no acostumbrarnos a la indiferencia! Saludos.

Menganita dijo...

Me conmueve la situación de Rufino...me enternece su orgullo.
Has creado varios personajes muy bien perfilados desde el inicio de tu novela, se han ido delimitando y tomando sus lugares dentro de la trama que hoy, tras mi tercera leída, ya no me interesa conocer el desenlace sino seguir disfrutando del desarrollo...como bien dice Angel Panza: despiertas nuestros sentidos y nos ayudas contra la indiferencia. Yo también te agradezco por ello.
Mengana.