Los jefes de Estado y de gobierno reunidos a estas horas en
La Habana están hechos bolas. Las travesuras civilizatorias del juez Baltasar
Garzón tienen a tres de ellos en una confrontación no deseada y el gobierno
anfitrión tiene que tragarse la bilis ante los encuentros inopinados entre sus
disidentes y dignatarios de la iberoamericanidad, porque a los segundos no se
les puede acusar --aunque lo fueran-- de ser engendros de la CIA.
Se suponía que estas reuniones no tendrían que ser el bazar
de soluciones para incidentes y roces diplomáticos entre los gobiernos
participantes, sino un foro de coordinación y consulta, frente a la
globalización, de los restos de los imperios peninsulares.
No deja de ser una idea rara. A nadie se le ocurre reunir a
tomar cafecito a los representantes de los Estados herederos del imperio
austrohúngaro, por más que el derrumbe de éste haya ocurrido en una fecha más
cercana que el del español. Esos pueblos centroeuropeos tienen en común, si
acaso, el deporte de aborrecerse mutuamente. Nosotros tenemos en común nada
menos --pero nada más, hasta donde se sepa-- que dos lenguas francas
susceptibles de reducirse a una, siempre y cuando la pereza mental lo permita. Habría tenido que ser una herramienta suficiente para
ingresar, con cierto grado de cohesión, a la globalidad.
El hecho es que esta región idiomática de 530 millones de
habitantes y un producto interno bruto conjunto de más de dos y medio billones
de dólares no ha sido capaz de constituirse en un bloque productivo o financiero;
se limita a ser un gran mercado que se disputan europeos, estadunidenses y
coreanos. Por lo que respecta a la identidad, hay que reconocer que la realidad
no siempre es políticamente correcta: aunque a mucha gente pueda parecerle
horroroso, los medios electrónicos, y especialmente la televisión, han hecho
más que Simón Bolívar y el Che Guevara por la integración de una identidad
específicamente iberoamericana.
Decir que el continente de la lengua española es virtual no
sólo hace referencia a su condición evanescente, sino que implica también una
especificidad material o, mejor, inmaterial, basada en ondas hertzianas,
microondas, satélites, redes de larga distancia y servidores de Internet. En el
mejor de los casos, los académicos de la lengua entregan potestades, en forma
acelerada, a los anónimos creadores del corrector ortográfico incorporado al
Word de Microsoft. En el peor, nuestro idioma está siendo moldeado a golpes de
manuales taiwaneses.
Estos agentes de integración, más poderosos que todas las cumbres
de jefes de Estado y de gobierno que en la historia han sido --nueve--, no sólo
se encargan de fabricar identidad, sino también de acanallarla: la capital
cultural es Miami, el himno internacional tiene ritmo de salsa (sintético si
los hay) y el noticiero Eco goza de más credibilidad que el Parlamento
Latinoamericano. Las pretensiones castizas y conservadoras de los términos
Hispano e Iberoamérica, así como los latinoamericanistas que las combatieron en
las décadas pasadas, han sido superados por el todopoderoso adjetivo latino,
más falso que un billete de seis pesos, pero apoyado en una flota mediática más
eficaz que la Armada Invencible.
Así pues, señores que están en La Habana, sus empeños fueron
insuficientes y tardíos. Les queda, ahora, la posibilidad de cambiar de giro a
su club e imaginar y emprender acciones en el ámbito de la cultura y el idioma.
Sería un acto de modestia y de realismo. Además, tal vez conseguirían de ese
modo quitarle solemnidad de Estado a sus encuentros y dejar de lado, por
consiguiente, unos escollos políticos que no pueden resolverse en las cumbres
pero sí terminar con ellas. O bien, pueden seguirse por donde van, confundir la
unidad con las proclamas de unidad y porfiar en atribuirle valores mágicos a la
foto conjunta.