7.9.04

De Grozny a Beslán


James Meek, quien durante la década pasada fue corresponsal de The Guardian en los antiguos territorios soviéticos, contó en mayo de 1995 que, mientras Boris Yeltsin se reunía con Bill Clinton y John Major para conmemorar la victoria aliada sobre la Alemania nazi, a la morgue de Grozny llegaba cada día, en promedio, una docena de cadáveres rescatados de entre los escombros que dejaban los bombardeos rusos. “Eran sobre todo ancianos, envueltos en ropas ya andrajosas antes de que el polvo y la sangre las manchasen.” Alrededor de 700 ya habían sido sepultados después de ser objeto de “autopsias inmediatas” por parte de efectivos policiales rusos.

Cuatro años más tarde, en octubre de 1999, la aviación militar rusa retomaba los bombardeos sobre el territorio checheno. En una sola operación, entre los cientos de misiones de bombardeo emprendidas a fines de ese año, murieron 28 civiles, la mitad niños, en la localidad de Urus Martan. Por esos días los militares rusos empleaban también misiles tierra-tierra semejantes a los Scud, uno de los cuales aterrizó en un mercado repleto de Grozny. En el sitio quedaron niños muertos, cuerpos desmembrados y charcos de sangre. Las autoridades locales contaron 120 decesos. El entonces primer ministro ruso, Vladimir Putin, opinó que los chechenos habían hecho explotar su propio mercado. Estaciones de televisión, torres de radio, instalaciones telefónicas, hospitales, autobuses y puentes desaparecieron bajo la lluvia de bombas. Pero esos ataques no eran suficientes para doblegar a los separatistas islámicos --inicialmente azuzados por Boris Yeltsin para debilitar a Mijail Gorbachov, como declaró el entonces presidente de la república caucásica, Aslan Masjadov-- y los efectivos de Moscú seguían cayendo como moscas. En las horas que precedieron el ataque aéreo a Urus Martan, los ocupantes perdieron 64 efectivos en el norte de Chechenia. En diciembre de 1999 los aviones de Moscú lanzaron sobre Grozny, además de bombas, volantes en los que se advertía a los habitantes de la aterrorizada capital chechena: “Están cercados, todas las carreteras están bloqueadas. Perdieron. El mando militar ruso les da una última oportunidad. Hasta el 11 de diciembre estará abierto un corredor hacia Pervomaiskaya. Quienes salgan de Grozny recibirán alojamiento, alimentación y tratamiento médico y, lo más importante, conservarán su vida. Quienes decidan quedarse en Grozny serán considerados terroristas y bandidos, y serán aniquilados por la aviación y la artillería. No habrá más negociaciones. Quienes se queden, morirán”.

En enero siguiente Bridget Kendall, de la BBC, reportó: “Grozny está cubierta por una nube de humo negro. La mayoría de sus edificios están en ruinas y muchas de las calles de la ciudad son poco más que hileras de escombros”. Y un mes más tarde Eric Bouvet, fotógrafo de la agencia Gamma, llegó a la capital chechena y relató así su experiencia: “En 20 años cubriendo guerras nunca había tenido la ocasión de sentirme como un astronauta que desciende sobre otro planeta. Había visitado Grozny cuatro veces en la última guerra, pero esta vez ni siquiera podía estar seguro de dónde estaba. Donde había estado la Plaza Minutka --con sus imponentes edificios que conducían a la avenida Lenin-- no quedaba nada, sólo un vacío inmenso, impresionante. Los rusos habían dinamitado la ciudad, dejándola enteramente en ruinas”.

Lo anterior no justifica, por supuesto, la barbarie de los terroristas chechenos que la semana pasada causaron una masacre en una escuela de Beslán, en la vecina Osetia del Norte. Putin dijo que la acción no era “un desafío al presidente, el parlamento y el gobierno, sino un desafío a toda Rusia, a todo nuestro pueblo, un ataque a la nación”. Se quedó corto. La toma de rehenes inocentes, y el posterior sacrificio de la mayor parte, fue un agravio intolerable para toda la humanidad. Es probable que la torpeza y la insensibilidad de los militares rusos y la pusilanimidad de las autoridades locales hayan contribuido a hacer inevitable la carnicería final en el establecimiento, pero cualquier cosa puede pasar cuando un puñado de criminales iluminados (por Alá, por la seguridad nacional o por la libertad, eso no cambia el gesto desolador de los cadáveres) se deciden a involucrar en un acto de guerra a civiles inocentes. Pero la tragedia de Beslán no surge de la nada ni representa, como quieren presentarlo los otros integristas encabezados por Bush, un combate más entre la civilización democrática y la barbarie fundamentalista. Es, por el contrario, el homenaje que la barbarie a secas se rinde a sí misma, a expensas de la gente pacífica y de buena voluntad.

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