James Meek, quien durante la década pasada fue corresponsal
de The
Guardian en
los antiguos territorios soviéticos, contó en mayo de 1995 que, mientras Boris
Yeltsin se reunía con Bill Clinton y John Major para conmemorar la victoria
aliada sobre la Alemania nazi, a la morgue de Grozny llegaba cada día, en
promedio, una docena de cadáveres rescatados de entre los escombros que dejaban
los bombardeos rusos. “Eran sobre todo ancianos, envueltos en ropas ya
andrajosas antes de que el polvo y la sangre las manchasen.” Alrededor de 700
ya habían sido sepultados después de ser objeto de “autopsias inmediatas” por
parte de efectivos policiales rusos.
Cuatro años más tarde, en octubre de 1999, la aviación
militar rusa retomaba los bombardeos sobre el territorio checheno. En una sola
operación, entre los cientos de misiones de bombardeo emprendidas a fines de
ese año, murieron 28 civiles, la mitad niños, en la localidad de Urus Martan.
Por esos días los militares rusos empleaban también misiles tierra-tierra
semejantes a los Scud, uno de los cuales aterrizó en un mercado repleto de
Grozny. En el sitio quedaron niños muertos, cuerpos desmembrados y charcos de
sangre. Las autoridades locales contaron 120 decesos. El entonces primer
ministro ruso, Vladimir Putin, opinó que los chechenos habían hecho explotar su
propio mercado. Estaciones de televisión, torres de radio, instalaciones
telefónicas, hospitales, autobuses y puentes desaparecieron bajo la lluvia de
bombas. Pero esos ataques no eran suficientes para doblegar a los separatistas
islámicos --inicialmente azuzados por Boris Yeltsin para debilitar a Mijail
Gorbachov, como declaró el entonces presidente de la república caucásica, Aslan
Masjadov-- y los efectivos de Moscú seguían cayendo como moscas. En las horas
que precedieron el ataque aéreo a Urus Martan, los ocupantes perdieron 64
efectivos en el norte de Chechenia. En diciembre de 1999 los aviones de Moscú
lanzaron sobre Grozny, además de bombas, volantes en los que se advertía a los
habitantes de la aterrorizada capital chechena: “Están cercados, todas las
carreteras están bloqueadas. Perdieron. El mando militar ruso les da una última
oportunidad. Hasta el 11 de diciembre estará abierto un corredor hacia
Pervomaiskaya. Quienes salgan de Grozny recibirán alojamiento, alimentación y
tratamiento médico y, lo más importante, conservarán su vida. Quienes decidan
quedarse en Grozny serán considerados terroristas y bandidos, y serán
aniquilados por la aviación y la artillería. No habrá más negociaciones.
Quienes se queden, morirán”.
En enero siguiente Bridget Kendall, de la BBC, reportó: “Grozny
está cubierta por una nube de humo negro. La mayoría de sus edificios están en
ruinas y muchas de las calles de la ciudad son poco más que hileras de
escombros”. Y un mes más tarde Eric Bouvet, fotógrafo de la agencia Gamma,
llegó a la capital chechena y relató así su experiencia: “En 20 años cubriendo
guerras nunca había tenido la ocasión de sentirme como un astronauta que
desciende sobre otro planeta. Había visitado Grozny cuatro veces en la última
guerra, pero esta vez ni siquiera podía estar seguro de dónde estaba. Donde
había estado la Plaza Minutka --con sus imponentes edificios que conducían a la
avenida Lenin-- no quedaba nada, sólo un vacío inmenso, impresionante. Los
rusos habían dinamitado la ciudad, dejándola enteramente en ruinas”.
Lo anterior no justifica, por supuesto, la barbarie de los
terroristas chechenos que la semana pasada causaron una masacre en una escuela
de Beslán, en la vecina Osetia del Norte. Putin dijo que la acción no era “un
desafío al presidente, el parlamento y el gobierno, sino un desafío a toda
Rusia, a todo nuestro pueblo, un ataque a la nación”. Se quedó corto. La toma
de rehenes inocentes, y el posterior sacrificio de la mayor parte, fue un
agravio intolerable para toda la humanidad. Es probable que la torpeza y la
insensibilidad de los militares rusos y la pusilanimidad de las autoridades locales
hayan contribuido a hacer inevitable la carnicería final en el establecimiento,
pero cualquier cosa puede pasar cuando un puñado de criminales iluminados (por
Alá, por la seguridad nacional o por la libertad, eso no cambia el gesto
desolador de los cadáveres) se deciden a involucrar en un acto de guerra a
civiles inocentes. Pero la tragedia de Beslán no surge de la nada ni
representa, como quieren presentarlo los otros integristas encabezados por
Bush, un combate más entre la civilización democrática y la barbarie
fundamentalista. Es, por el contrario, el homenaje que la barbarie a secas se
rinde a sí misma, a expensas de la gente pacífica y de buena voluntad.
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