21.9.04

Vela de armas


Ahora la democracia más débil del mundo está entrando en la recta final de su rito renovador polarizada entre la protesta ruidosa, pero de difícil traslado al ámbito de los resultados electorales, y una masiva y trágica resignación que recuerda la actitud de las reses camino al matadero. El andamiaje comicial está herido de desprestigio porque hace cuatro años George W. Bush llegó a la Casa Blanca después de quedar en segundo sitio frente a su oponente demócrata en la suma total de votos y porque ganó a la mala la mayoría de sufragios en Florida, el estado gobernado por su hermano que le dio, a la postre, los electores de segundo grado que requería. Dicen los despachos de prensa que, ante el nuevo empate técnico cantado por las encuestas, los estados mayores del presidente y de John Kerry, su rival, han pasado a la táctica de disputar voto por voto, convencidos, como están, de que la más pequeña diferencia será crucial en el contexto de una elección muy pareja. Pero con los antecedentes de 2000 y en la perspectiva de diferencias mínimas, uno pensaría que ambos partidos han de estar afinando operativos para robarse unas cuantas urnas en estados clave o en debilitar la presencia de ciertos núcleos de población en las filas ciudadanas, como lo hicieron, documentadamente, los republicanos en Florida con los votantes negros.

Más allá de cualquier intención irónica, las elecciones de este año en Estados Unidos tendrían que contar con la presencia de los observadores del Centro Carter y de la Organización de Estados Americanos. Si hace cuatro años Bush y los republicanos hicieron fraude desde la oposición, habrá que ver de lo que son capaces ahora que pelean el poder desde el poder. Pero ni el espléndido clamor de los antibushistas ni la doble moral de la democracia pontificadora y arrogante que prescribe en otras tierras la limpieza electoral de la que carece en su propia casa me impresionan tanto como esa disposición al sacrificio de la mayoría silenciosa. Pierda o gane Bush, muchos millones de ciudadanos lo beneficiarán (de nueva cuenta) con el sentido de su sufragio, a sabiendas de que con ello estarán abriendo la puerta a cuatro años más de mentira, muerte, corrupción y desigualdad extrema.

Esos gringos puritanos que tanto se escandalizaron con las conductas sexuales de Bill Clinton y con los ocultamientos iniciales de los fajes húmedos entre el presidente y Monica Lewinsky han soportado a pie firme, en el cuatrienio siguiente, la mendacidad de un señor al que no se le mueve un músculo de la cara cuando afirma que la destrucción de Irak (y de sus habitantes, así como de mil señoras y señores, jóvenes y señoritas de Estados Unidos) estaba justificada, pese a que el pretexto inicial, las armas de destrucción masiva, eran desde el principio una engañifa inverosímil. Con todo, la víctima principal de Bush no es la verdad, sino la vida de muchos seres humanos. El Pentágono no se da abasto para mantener siquiera una apariencia de control en el desgarrado territorio de Irak y muy pronto tendrá que mandar más tropa. Y no serán cuerpos de elite --marines, rangers, boinas verdes--, porque ésos ya están destacados allá, y tal vez ni siquiera soldados profesionales. Serán reservistas y miembros de la Guardia Nacional, es decir, oficinistas barrigones y muchachos que se enrolaron para facilitarse la manutención de los estudios, o despachadores de pizzería que querían hacerse con unos dólares adicionales los fines de semana.

Algunos de esos honestos ciudadanos estadunidenses --los más afortunados-- serán enseñados a torturar y asesinar civiles, otros perderán una pierna o una mano y algunos más no volverán nunca a sus oficinas, a sus universidades o a sus pizzerías. Tendrán, eso sí, un nicho de media pulgada en las ediciones especiales en las que The New York Times rinde homenaje a los caídos.

Lo peor de todo es que, a estas alturas, tal vez no logren escapar de ese destino ni siquiera votando contra Bush, es decir, a favor de Kerry. No, corrijo: lo peor de lo peor es que muchos irán a sufragar con orgullo y convencidos de que la preservación de ese ritual merece cualquier sacrificio.


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