Al margen de los partidos políticos,
los ciudadanos, predominantemente jóvenes, toman las calles, y no
única, ni preponderantemente, las capitalinas. En una de las marchas
van en reclamo de sus derechos de expresión e información; en la
que sigue, van en contra de un candidato y de los medios que lo
inventaron; en la tercera van a favor de otro. En todos los casos
expresan su repudio al sistema político. Despejan, con fluidez y
contundencia, los temores a la manipulación y a la provocación
–formulados por el que escribe–, rechazan el control de la vida
republicana por los intereses fácticos y por la clase política y
ponen el dedo en una vieja llaga: la función de la mayor parte de
los medios como barrera a la democratización. Difunden y generalizan
un reclamo que parecía constreñido a círculos opositores y a
entornos académicos: no puede haber equidad en las urnas si no hay
equidad en las pantallas de televisión y en las emisiones de radio,
y no hay margen para comicios limpios y creíbles cuando las
encuestadoras orgánicas, en vez de reflejar tendencias, se dedican a
fabricarlas.
Por añadidura, esta insurgencia cívica
es un repudio, por contraste, a los contenidos y las formas, del
manejo partidista de la política. Con exasperante frecuencia, los
partidos son correas de distribución de prebendas, favores o
limosnas entre oficinas públicas de cualquier nivel y los votantes.
El ejercicio del sufragio tiende a convertirse en un trámite para la
obtención de un puesto, de una beca, de una ayuda para construcción.
Y en un entorno en el que los magnates y sus cortes viven en plena
recuperación económica, mientras que el resto se debate en la
recesión persistente, la compra del voto –a veces es tan descarada
que toma la forma de un billete de 500 pesos– es un negocio con los
insumos asegurados.
Más acá de la flagrante ilegalidad de
la coacción y compra del voto, los aparatos de los partidos –de
todos– incurren en prácticas de manejo de masas no muy lejanas de
la ganadería, tan obsoletas como ofensivas, en la que el debate
político se reduce a cero ante la urgencia pragmática de colmar la
plaza, de exhibir un músculo corporativo basado en una impecable
logística de transporte, en el reparto puntual de gorras,
banderines, tortas y refrescos, en escenografías móviles y puestos
de reparto de trípticos, en coros de consignas previamente ensayados
y en la anulación de las convicciones y su conversión en
coreografías patéticas con uniformes de plástico.
Ante los deprimentes espectáculos de
campaña referidos, las marchas ciudadanas –que no pueden ser
llamadas “apartidistas” por la simple razón de que las convoca
el repudio a un candidato y su partido, o el respaldo a otro
aspirante, postulado también por organizaciones partidistas– son
una bocanada de aire fresco con voluntad de limpiar toda la
atmósfera.
Pese a todo, ni en el movimiento
#Yosoy132 ni en la #MarchaAntiEPN hubo llamados a no votar o a anular
el sufragio. Por el contrario, la reivindicación generalizada ha
sido “yo decido quién gobierna” y “no a la imposición”.
Presenciamos, en el vértigo de dos
semanas, el surgimiento de un movimiento que es antisistémico en la
medida en que se manifiesta contra las miserias de un sistema
político inveterado, repelente a reformas legales y alternancias, en
el cual se encuentra intacta la capacidad de los poderes fácticos de
construir candidatos presidenciales (falta ver si en esta ocasión
logran, además, imponerlos, como lo hicieron en 1988 y en 2006).
Esta corriente es, adicionalmente, profundamente democrática, por
cuanto demanda que las decisiones electorales tengan lugar en las
urnas y no fuera de ellas.
Esta inesperada rebelión de mayo,
fresca, juvenil y lúcida, puede ser el factor decisivo de quiebre en
el acontecer de la sofocante institucionalidad política: la ruptura
–nadie la desea violenta ni insurreccional– que el país ha
estado esperando desde hace muchos años. Ojalá.
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