De último minuto, entre las cajas de
cartón y los rollos de cinta canela de la mudanza próxima, el
régimen de Felipe Calderón casi reprocha al país que no se fije en
él, así sea para hacerle una manifestación de protesta, y lanza
una cacería de gente importante. Un general divisionario y un ex
gobernador priísta son las piezas más prominentes de esta cacería
de última hora, una cosecha de sospechosos que buscaría coronar la
siembra de balas, cadáveres y combates por medio territorio
nacional. Se trata de un “ahora sí” casi póstumo después de un
sexenio de exterminio de peces muy menores y de una procuración
facciosa para sacar fotos de peces medianos tras unas rejas endebles
y sumamente provisionales, es decir, escenográficas. Y no se trata
únicamente del infame michoacanazo ni de la faramalla contra
Hank Rhon, sino de decenas de miles de “presentados” –la
mayoría– que ni siquiera tuvieron que esperar una sentencia
absolutoria.
Sería reconfortante la certeza de que
este celo de invierno sexenal es el último estertor de “la
estrategia”, fallida si es que partió de la buena fe, o muy
perversa, si surgió de otra clase de cálculo: a fin de cuentas, la
delincuencia aquí sigue, más violenta que nunca, más poderosa,
omnipotente, insolente y enraizada que hace seis años. Pero faltan
cinco semanas de aquí a la elección presidencial, y después de
ella el calderonato tendrá un margen de cinco meses para superarse a
sí mismo: dos trayectos delicados que reclaman una conducción del
Estado responsable y serena que no puede esperarse de Felipe Calderón
y de sus colaboradores.
Por el contrario, los exhortos tardíos
a respaldar una guerra perdida (o ganada en un sentido equívoco);
los desplantes de autoridad y determinación al cuarto para las doce;
el refrendo de propósitos legalistas mendaces (porque en esta
administración el Ejecutivo federal se ha convertido en un violador
contumaz de la legalidad) y los intentos de proyección transexenal
de la política en curso en materia de seguridad, aparecen como
factores de desestabilización, como provocación innecesaria y como
un exabrupto nacional, ante una ciudadanía que prefiere concentrarse
en las miserias y en las promesas del proceso electoral, en la
necesidad de garantizar procedimientos democráticos en el plazo
inmediato, en analizar las propuestas de las fuerzas políticas con
registro para remontar la catástrofe heredada por el calderonato y
en evitar que la pasión política creciente rompa –por la vía de
la exasperación, de la provocación o de ambas– los cauces de la
movilización pacífica.
Ciertamente, la ley debe estar vigente
24 horas y 365 días del año y la administración pública tiene la
obligación de aplicarla desde que empieza hasta que termina, pero
eso es justamente lo que no ha hecho la actual. En esa circunstancia,
los súbitos mandobles de Calderón incrementan su descrédito,
ahondan su falta de legitimidad y parecen intentos de entablar una
negociación a golpes (de efecto), sabrá Dios con quién, orientada
a pactar impunidades, protección y retención de cuotas. Para su
desgracia, el país está, por ahora, en otra cosa.
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