El modelo económico y político
impuesto al país desde hace décadas, la ley del más fuerte, se
proyecta también al ámbito electoral con la ausencia de una
institucionalidad capaz de establecer reglas equitativas y de
arbitrar entre los contendientes. Peña Nieto puede gastarse en
propaganda una suma equivalente al presupuesto de defensa de Estados
Unidos, que nadie le dirá nada. Los concesionarios televisivos
postularon candidato presidencial propio y se dedican a cuidarlo, a
evitar que su bancarrota intelectual trascienda, a minimizarle los
daños (casi todos, autoinfligidos) y a hacer pasar como deseable un
retorno al priato cuya mera posibilidad es llanamente impresentable.
En el curso de la semana pasada, ante
el desplante del dueño de TV Azteca, quien anunció que su empresa
transmitiría un partido de futbol en el horario previsto para el
debate entre candidatos presidenciales –ya Televisa había decidido
pasar el encuentro al Canal 5, que no es el de mayor cobertura–, el
Consejo General del IFE, encabezado por Leonardo Valdés Zurita, se
plegó a tales decisiones, alegó carencia de facultades para exigir
una difusión mayor y dejó el asunto en una humilde petición –
“lo que sea su voluntad”– a los concesionarios para que dieran
un poquito más de difusión al debate. Posteriormente, el Tribunal
Electoral se sumó a la claudicación.
Quien sí tiene instrumentos legales a
su disposición para ordenar una cadena nacional es el secretario de
Gobernación, Alejandro Poiré, pero ese funcionario tampoco se
atrevió a tocar con el pétalo de una rosa a la televisión y la
radio privadas. El minimizar los impactos de una confrontación de
proyectos entre los aspirantes presidenciales se volvió prioridad
máxima para un frente institucional y corporativo conformado por
Televisa-Azteca, el IFE y la Segob. Contra la difusión nacional del
debate se echó a andar la especie de que constituiría un “atentado
a la libertad” y una “imposición a los televidentes, como si
alguna vez a éstos se les consultara la programación, como si no
hubiera más horizontes, para ejercer esa libertad, que la disyuntiva
debate-futbol, como si no fueran una imposición las cadenas
nacionales ordenadas a discreción por el gobierno cada vez que a
Felipe Calderón se le ocurre que debe salir al aire a decir alguna
mentira, y como si el resultado de un partido –los hay por docenas
cada mes– tuviera una trascendencia equiparable a la de informarse
para decidir quién habrá de gobernar durante seis años. Un tuitero
lo expuso así: “Pierde tu equipo y te arruina el día; llega a la
Presidencia un mal candidato y te arruina el sexenio”.
A la postre, Ricardo Salinas Pliego
concedió la migaja de la transmisión por el Canal 40. El mejor
resultado de la polémica fue, en todo caso, la gran difusión del
debate, en tiempo real, por medios no tradicionales. En los sitios
web de los periódicos, en medios en línea y en páginas de
organizaciones independientes, el encuentro se transmitió en forma
masiva.
Ciertamente, el formato del intercambio
venía de antemano mediatizado a un grado tal que da cierto pudor
llamarlo “debate”. Nada que ver con un
verdadero debate político como el que protagonizaron en Francia,
unos días antes de la elección presidencial del domingo, Hollande y
Sarkozy, en el que realmente hubo un intercambio a profundidad de
críticas, propuestas y reflexiones. El IFE, guardián del aparato
político-mediático, llevó la banalización hasta el punto de meter
en el encuentro, convertido en espectáculo –que es el terreno
favorable a Peña Nieto–, a una modelo nalgona de Playboy. Por lo
demás, las cámaras se tomaron la libertad –valga la expresión–
de censurar imágenes presentadas por el candidato de la izquierda,
rehuyeron en varias ocasiones a los ponentes y los operadores de
audio les cortaron el micrófono antes de tiempo. Todo, con tal de
impedir el contraste de ideas (o de la falta de ellas) y propiciar
una trivialización para hacer de un diálogo de interés nacional un
reality show. Después de eso, las encuestas pueden decir
cualquier cosa.
En suma, el IFE, organizador y
responsable de la producción y difusión del debate, se evidenció
como guardián de los intereses y de los gustos televisivos, y los
concesionarios tienen candidato propio: la ley del (mediáticamente)
más fuerte se ha impuesto y una vez más la defensa de las reglas
democráticas está en manos de la ciudadanía organizada. De ella y
de nadie más depende que la elección del 1 de julio arroje
resultados confiables y representativos. El árbitro tiene
preferencia, y no la oculta.
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