5.6.07

El desorden mundial




A alguien, en los cuarteles generales de la OTAN, se le ocurrió que Irán desarrollaría bombas atómicas y misiles capaces de transportarlas hasta Berlín, Amsterdam, Bruselas o Londres, y que el gobierno de Teherán podría tener, además, la voluntad de efectuar algunos disparos de esa clase en el futuro próximo. La brillante solución a un peligro tan remoto consistió en iniciar el emplazamiento de un sistema capaz, en teoría, de destruir misiles balísticos en vuelo. El emplazamiento lógico para la instalación del sistema eran la República Checa y Polonia, cuyos territorios se interponen en la trayectoria obligada de un cohete que saliera del noroeste de Irán y que se propusiera alcanzar alguna de esas cuatro capitales europeas o sus alrededores. Por cierto, los aparatos antimisiles serían inútiles si los malvados ayatolas quisieran destruir ciudades en España, Portugal, Francia, Italia, Grecia o Noruega, pero eso es otro cantar.

Lo significativo del caso es que los estrategas occidentales dejaron de lado en sus cálculos la reacción que generaría el emplazamiento del dudoso juguete interceptor en la paranoia estructural del Estado ruso, el cual tiene buenas razones históricas para desconfiar de cualquier apresto bélico que tenga lugar al otro lado de sus fronteras occidentales. Con razón inmediata o sin ella, pero con sentido previsor, Vladimir Putin asumió que aquello era la continuación del retiro unilateral de Washington (2002) del acuerdo que prohibía el desarrollo de armas antibalísticas y concluyó que sus inciertos aliados occidentales estaban creando las condiciones para dejar a Moscú sin el único instrumento real que le queda para responder a una eventual agresión de la OTAN: su inventario de misiles balísticos. El gobernante ruso interpretó el movimiento como la confirmación de la ruptura del equilibrio estratégico imperante entre su país y la Alianza Atlántica y decidió restablecerlo con la fabricación de un cohete (el RS-24) capaz de eludir –en teoría— el dispositivo antimisiles occidental, cuya eficacia es, a su vez, hipotética.

El desorden mundial gana terreno. Estados Unidos avanza hacia su propia derrota en Irak y Afganistán, pero la Casa Blanca sigue empeñada en comprar nuevas camisas de once varas y ha extendido su “guerra contra el terrorismo” a Sudán, en donde las fuerzas armadas estadunidenses desempeñan un papel de creciente importancia en el sostén del gobierno de Ali Mohamed Gedi y en el combate a las milicias islámicas de ese país. A pesar de las advertencias estadunidenses, el gobierno turco atacó a los kurdos en el norte de Irak, lo que sube un poquito los hervores internos en la Alianza Atlántica y contribuye al descarrilamiento definitivo de los irreales escenarios de solución que Washington se formula para resolver de la manera que sea la catástrofe que provocó en el país árabe.

A todo esto, un gobernante que da apoyo activo a terroristas islámicos sin que nadie en Occidente diga nada, Pervez Musharraf, manotea en medio de una crisis política acaso terminal. El régimen de Islamabad ha ordenado la intervención militar de los canales de televisión privados para acallar las críticas contra el gobierno y grupos afines a los Talibán afganos imponen en las calles de la capital paquistaní la ley islámica: incendian cibercafés, videoclubs y peluquerías, agreden a las mujeres en las universidades y amenazan con iniciar una campaña de atentados suicidas. Occidente se debate en el insomnio por la amenaza de los misiles nucleares que Irán podría llegar a desarrollar algún día, pero no alcanza a ver la perspectiva de artefactos atómicos paquistaníes –reales, esos sí—fuera de control y en manos de quién sabe quién como consecuencia de una desestabilización mayor y el colapso de la dictadura de Musharraf. El desorden mundial gana terreno.

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