Hace poco un lector amigo me criticó por poner entre
comillas la “guerra contra el terrorismo” emprendida por George W. Bush desde
el año antepasado, me reprochó la pobreza del recurso irónico y me instó a
aclarar el sentido preciso de esos signos de puntuación. Le respondí que usaba
las comillas porque, a mi entender, aquello no es una guerra ni es contra el
terrorismo ni es contra nada en especial, sino la formulación de una nueva
estrategia imperial y hegemónica y la aplicación de un plan de negocio para las
mafias de contratistas que frecuentan la Casa Blanca.
Si se deja de lado que la palabra guerra implica un mínimo
nivel de organización en el ejercicio de la violencia --bandos definidos,
teatros de operaciones, inicio y fin reconocibles--, entonces se le puede
llamar guerra a lo que los nazis le hicieron a los judíos. Si se asume que la
preposición “contra” requiere, antes y después, de identidades antagónicas o
por lo menos claramente distintas, resulta cuestionable que un terrorista como
Bush pueda presentarse como opuesto a un método de acción política e ideológica
al que su gobierno recurre de manera regular. Y ese método, el terrorismo, es
merecedor también del confinamiento entre las comillas, porque la campaña de
Bush no está dirigida a erradicar o combatir el terrorismo, sino a liquidar a
algunos enemigos específicos de Estados Unidos, no todos los cuales echan mano
del terrorismo. Por esas razones la “guerra contra el terrorismo” de Bush es
tan entrecomillable como lo sería “promoción del catecismo” si Larry Flint
pretendiera colgarle esa etiqueta a sus actividades en la industria editorial.
Si hiciera falta alguna demostración de la parcialidad y el
doble rasero con que el gobierno de Bush entiende el término terrorismo,
bastaría con ver la amable acogida que las autoridades de Washington otorgaron
a los terroristas cubanos recientemente liberados por el gobierno panameño. Uno
de ellos, Luis Posada Carriles, es un criminal confeso, entrenado por la CIA
para asesinar civiles en su país. Posada Carriles participó en la ejecución del
atentado contra un avión de Cubana de Aviación, en 1976, que dejó casi un
centenar de muertos. Juzgado y sentenciado en Venezuela, escapó de ese país y
volvió al negocio del asesinato de inocentes y, en entrevista con The
New York Times, se declaró responsable de la organización de atentados
dinamiteros en hoteles y restaurantes de La Habana, en los que murió una
persona y 11 resultaron heridas. Para que la expresión “guerra contra el
terrorismo” pudiera saltar fuera de sus comillas, el gobierno de Bush tendría
que poner a Posada Carriles en un sitio cercano al que ocupa Abu Mussab al
Zarqawi en su lista de terroristas más buscados. Pero así como Anastasio Somoza
padre no era, según expresión de Franklin Delano Roosevelt (aunque otras
fuentes atribuyen la expresión al secretario de Estado Cordell Hull, y ponen
como destinatario de la calificación al dominicano Rafael Leónidas Trujillo),
un hijo de puta cualquiera, sino “nuestro” hijo de puta, y merecía por ello
consideraciones especiales, Posada Carriles puede respirar tranquilo el aire
cálido de Florida porque la “guerra contra el terrorismo” no apunta a los
terroristas de Estados Unidos.
A finales del milenio pasado el presidente Bill Clinton tuvo
algunos escarceos sexuales con Monica Lewinsky y luego negó lo ocurrido. Los
conservadores de su país lo crucificaron por mentiroso y estuvieron a punto de
sacarlo de la Casa Blanca. De no ser por los intereses políticos y mediáticos
estadunidenses, el episodio no habría tenido más consecuencias que un pleito
conyugal chico, mediano o grande (pero privado) entre Hillary y Bill, y una
factura de tintorería para que Monica recuperara su vestido manchado con semen
presidencial. Ahora el turbio sucesor de Clinton formula una cadena de mentiras
(guerra contra el terrorismo, armas de destrucción masiva, alianza entre Saddam
y Bin Laden, refuerzo de la seguridad nacional, democratización de Medio
Oriente) que le dan margen para matar a decenas de miles de iraquíes y causar
la muerte de un millar de estadunidenses, y parecía, hasta hace poco, que nadie
iba a decir nada. Pero el domingo cientos de miles de estadunidenses tomaron las
calles de Nueva York para manifestar su repudio a ese presidente mentiroso y
criminal, para expresar su vergüenza por tenerlo como máximo representante del
país y para pedir al resto de sus conciudadanos que no cometan el error de reelegirlo.
No fueron manifestaciones a favor de John Kerry, sino protestas contra la
mentira y el cinismo, y en ellas el país vecino mostró sus magníficas reservas
éticas. Ojalá que las marchas de Nueva York hagan abrir los ojos a los
estadunidenses de buena voluntad y que a partir de enero próximo ya no sean
necesarias las comillas para referirse a los puntos esenciales del discurso oficial
de Estados Unidos.