Japón posee una cultura profunda y milenaria, géneros
propios de literatura y artes plásticas, escénicas y marciales, escuelas
tradicionales de medicina, una gastronomía refinada y un gusto por la vida en
el que, para envidia de Occidente, lo apolíneo con lo dionisiaco parecen darse
la mano. Un atisbo genial de ese gusto puede encontrarse en el Elogio
de la sombra (1933),
de Junichiro Tanizaki, libro tocayo del de Jorge Luis Borges en el que se
formula una advertencia sutil y profética sobre los riesgos de dejarse llevar
por las tentaciones de los modos occidentales.
A mediados del siglo pasado el país fue llevado, por sus
generales y sus cortesanos, a una guerra arrogante y desastrosa que culminó con
el bombardeo indiscriminado de la población civil japonesa por la fuerza aérea
de Estados Unidos, la cual, en Tokio, llegó a arrojar en una sola noche --la
del 9 al 10 de marzo de 1945-- mil 665 toneladas de bombas incendiarias sobre
barrios de edificios de madera densamente habitados. El cínico general Curtis
LeMay (quien más tarde propuso lanzar artefactos nucleares sobre Vietnam del
Norte para colocar a ese país en la edad de piedra) se refería a esas
atrocidades, y no a los bombazos atómicos contra Hiroshima y Nagasaki, cuando
soltó su apreciación célebre de que “si (los mandos estadunidenses) hubiéramos
perdido, habríamos sido procesados como criminales de guerra”.
Los japoneses que quedaron vivos fueron capaces de
construir, sobre las ruinas humeantes y radioactivas en que quedó convertido su
país tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, una democracia parlamentaria
inspirada en los modelos europeos. Entraron a la segunda mitad del siglo XX
como un país maquilero y fabricante de baratijas --todavía en los años 60 y
primeros 70 la rúbrica Made in Japan era
sinónimo de mercancía deleznable, de ínfima calidad y precio módico-- y
culminaron esa centuria como una potencia industrial, tecnológica, comercial y
financiera de primer orden que encandiló, con sus tasas de desarrollo, a varios
gobernantes tercermundistas infatuados.
Made in Japan es ahora emblema de productos
refinados, caros y de gran calidad, y hace mucho que heredó sus connotaciones
negativas a los sellos Made in Taiwan y Made in China. El milagro
japonés dio empleo, educación, vivienda, salud, cultura y esparcimiento a la
gran mayoría de los ciudadanos; ah, y para mayor gloria, sin renunciar a una
estricta y amorosa conservación de las tradiciones ancestrales. Japón tiene,
hoy, emporios industriales, automovilísticos, bancarios, aeroespaciales y de telecomunicaciones.
Los niveles de vida y escolaridad de sus habitantes están entre los más altos
del mundo. Además, Japón posee las patentes de varios de los más
importantes símbolos contemporáneos de la felicidad: videocámaras,
reproductores de MP3, automóviles de lujo y otros consoladores espirituales con
circuitos de alta integración.
Después de tantas y tan arduamente logradas consecuciones,
cabría esperar que los japoneses vivieran en un nirvana social y civilizatorio
de poca madre. Pero según un despacho reciente de la agencia Kyodo, el año
pasado 34 mil 427 ciudadanos escaparon de su paraíso por la puerta definitiva
del suicidio, lo que representa la cifra más alta desde 1978, año en que empezó
a llevarse un recuento estadístico de los que se quitan la vida. 2.7 por ciento
de los japoneses consiguen matarse (no tengo la cifra de quienes lo intentan).
Entre sus motivaciones destacan las enfermedades y las presiones económicas, y
el entusiasmo suicida contagia a todos los grupos de población.
Si uno lleva a sus últimas consecuencias la frase de Kurt
Vonnegut (“ocupación principal: estar vivo; vocación principal: estar muerto”),
no habría de que escandalizarse. Pero los datos mencionados provocan inquietud
hasta en Japón, y el diario Yomiuri Shimbun pidió
al gobierno, en un editorial reciente, que organice investigaciones que
permitan, a su vez, comprender esta propensión de los japoneses a empeñarse
cuanto antes en su vocación principal. A mí me parece que las cifras japonesas
de suicidios arrojan alguna duda sobre la pertinencia de buscar la felicidad de
las naciones por la vía de los indicadores industriales, comerciales y
financieros.
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