El gobierno de Estados Unidos trata de espantar a su opinión
pública con planes de ataques terroristas elaborados hace más de tres años. El
intento de engañifa es tan inmoral como si un diario publicara en su portada de
hoy, martes 10 de agosto de 2004, que el régimen fundamentalista afgano acaba
de destruir los Budas monumentales de Bubiyán. A estas alturas me parece que
George W. Bush tiene mucho más miedo de los votantes estadunidenses que de los
evanescentes ogros fundamentalistas. Y si el actual presidente no tuvo nada que
ver con los atentados del 11 de septiembre de 2001, su trayectoria de
gobernante mentiroso y marrullero obliga a pensar en la posibilidad de que se
saque de la manga uno o varios atentados terroristas para tratar de revertir la
vulnerabilidad electoral del Partido Republicano. A fin de cuentas, el montaje
de provocaciones no es una práctica desconocida para los sótanos de la
institucionalidad estadunidense.
Tal vez Bush no tuvo participación en los ataques del 11 de
septiembre, pero sus mentiras --aquellas “armas de destrucción masiva” de
Saddam Hussein-- han provocado ya un millar de muertes de soldados de su propio
país, además de la de decenas de miles de civiles y militares iraquíes. Y si la
agresión electorera contra el país árabe se ha convertido en un desastre
político para el grupo en el poder en Washington, éste bien puede recurrir al
sacrificio de otras decenas o centenas de estadunidenses en un intento de
última hora para inducir el voto del miedo.
A ver si el electorado del país vecino, con atentados o sin
ellos, es capaz de mantener en el gobierno a un hombre que representa, junto
con sus socios, la mayor amenaza del momento contra la seguridad de Estados
Unidos y de sus habitantes. En rigor, este asunto tendría que ser de exclusiva
competencia de los propios gringos. Sin embargo, el duelo sórdido entre los
empresarios que controlan la máxima potencia mundial y los círculos del
fundamentalismo terrorista se ha expandido a escenarios diversos en África,
Asia y Europa. Los atentados en España, Turquía, Marruecos, Filipinas, Arabia
Saudita y varios países de África han ido dejando constancia del alineamiento
de esos países en la cruzada de la Casa Blanca.
América Latina ha logrado mantenerse, hasta ahora, casi al
margen de la confrontación, pese a las propuestas confidenciales que circularon
en Washington, en los días posteriores al 11 de septiembre, de lanzar ataques
en la región de la triple frontera --Paraguay, Argentina y Brasil-- “para
sorprender a los terroristas”, un dato que sacó a la luz Newsweek en su edición de ayer. Pero el servilismo de algunos
gobiernos locales, que han mandado pequeños contingentes militares a colaborar
en la ocupación de Irak, podría traer esa guerra demencial a nuestros países.
Pienso en la amenaza divulgada en días pasados en Dubai por un presunto grupo
integrista, las Brigadas Mohammed Atta --nombre de uno de los dos pilotos
suicidas que atacaron las Torres Gemelas--, de “golpear en cada lugar de El
Salvador” si el gobierno de ese país, encabezado por Tony Saca (así se llama),
no retira de inmediato de Irak a los 400 soldados desplazados a ese país para
quedar bien con Washington.
La confrontación entre los halcones de la
Casa Blanca y los dinamiteros integristas del mundo islámico es confusa, injusta
y bárbara, pero además, para los latinoamericanos, es una guerra ajena. Los
terrorismos que desangran a Colombia --el de las insurgencias y el del gobierno--
no tienen nada que ver con el conflicto global en curso. Sólo nos falta que nos
metan a la fuerza en esa bronca y nos hagan olvidar, durante otra década, los
enemigos reales de estos países: el hambre, la desigualdad, la marginación, el
atraso educativo y tecnológico y la frivolidad, la corrupción y la estupidez de
nuestras clases gobernantes.
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