24.8.04

El enigma de Najaf


Hace tres semanas, cuando empezaron los combates frontales en Najaf entre las tropas estadunidenses de ocupación (auxiliadas por 2 mil peleles iraquíes) y los milicianos de Moqtada al Sadr, el resultado de la confrontación parecía evidente: se trataba de una apuesta entre los defensores de la localidad, un puñado de fundamentalistas mal entrenados y peor equipados, aislados en el ámbito internacional, provistos de armas ligeras y escasos de artillería, y los invasores: tropas de la máxima potencia mundial, dotados de equipo de alta tecnología y respaldados por la más poderosa aviación militar del planeta, por tanques de última generación, por una estructura de inteligencia dotada de satélites, por la poderosa (aunque no omnipotente) diplomacia de Estados Unidos y por recursos económicos casi infinitos. Tal vez los últimos combatientes del llamado Ejército del Mehdi resulten descuartizados hoy o mañana. Pero aun en ese caso es impresionante la incapacidad de los sitiadores para obtener una victoria militar rápida sobre sus paupérrimos adversarios.

La primera respuesta que se me ocurre para despejar el enigma es que las fuerzas armadas estadunidenses ya no son lo que eran y que su capacidad real de combate está muy por debajo de su fama. Hay varios elementos que apuntan a un declive semejante: la reducción de las tropas regulares operada tras la primera guerra del Golfo y la desaparición de la URSS, el obligado envío a la línea de combate de integrantes de la Guardia Nacional --es decir, de soldados de fin de semana--, así como la privatización descabellada de servicios al interior de las fuerzas armadas, privatización que obliga a depender de contratistas particulares en tareas tan diversas como el abastecimiento de posiciones, el alimento de la tropa y hasta los interrogatorios de enemigos capturados. Si a esos factores se suman las enemistades crecientes entre las distintas armas, entre militares y civiles, entre contratistas rivales y entre procónsules y marionetas, así como el sueño imposible de los mandos estadunidenses de reducir a cero las bajas propias, es posible visualizar una fuerza militar abrumadora en el papel, pero paralizada y debilitada por sus problemas internos.

Algunos medios occidentales han optado por suponer que no hay en los agresores torpeza ni debilidad, sino prudencia, y que la toma final de Najaf se ha demorado en forma deliberada para evitar una carnicería de civiles, la destrucción de los lugares santos de la ciudad y una reacción furibunda de los chiítas de todo el mundo. Esa hipótesis sobrestima, a mi entender, la sensibilidad y la agudeza del actual gobierno estadunidense, el cual no habría tenido reparos en ordenar la destrucción de los budas monumentales afganos si detrás de éstos se hubiesen escondido los talibanes. De hecho, si a la administración de Bush le preocuparan las bajas civiles y las iras musulmanas, se habría abstenido de invadir y ocupar Irak, y hoy no estaría chapoteando en las arenas movedizas de esa nación árabe como consecuencia de la guerra criminal y estúpida emprendida por el propio Bush hace ya casi año y medio.

Una tercera explicación posible a la decepcionante productividad de los esfuerzos bélicos estadunidenses en Najaf es que tales esfuerzos no están orientados a la toma de la ciudad santa, la liquidación del Ejército del Mehdi y la estabilización en general de Irak, sino a impulsar las cotizaciones petroleras en los mercados internacionales. Ese impacto del conflicto en el sur de Irak representa un severo golpe a las economías europeas y asiáticas e incluso perjudica a la de Estados Unidos, tomada en conjunto, pero favorece a los entornos corporativos petroleros con sede en Texas, de los que forman parte los dos Bush. Tal vez la destrucción y las muertes --de civiles y militares, de iraquíes y estadunidenses-- en Najaf sean el medio escogido esta vez para optimizar las utilidades de los accionistas amigos, y acaso el famoso clérigo atrincherado sea un instrumento involuntario en manos de los encargados de operar las cotizaciones.

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