No puedo imaginarme a los autores intelectuales y materiales
de la carnicería terrorista perpetrada el fin de semana pasado en Egipto
argumentando a cámara las razones de su acción. No concibo un escenario
internacional que permitiera a los decapitadores de rehenes en Irak treparse en
el podio de Naciones Unidas para pronunciar un discurso justificatorio de sus
prácticas asesinas y advertir a Estados Unidos, a Israel, a Occidente, lo
equivocado de sus políticas hacia los árabes o hacia el mundo islámico en general.
No logro entender cómo tendría que estar construido un planeta en el que los
periodistas rindieran todos los días sus cámaras y sus micrófonos ante la
palabra de los desmembradores de civiles en Bagdad o Tel Aviv. La fortaleza de
estómago tiene sus límites y la cobertura del compromiso informativo casi nunca
llega hasta la exposición detallada de los pensamientos de un criminal en el
instante en que acuchilla la panza de una mujer embarazada.
Esas imposibilidades tienen por fundamento el asco, la más
elemental de las reacciones éticas, el eslabón final, a veces el único, y el
más fuerte, entre la fisiología y la moral. Hay situaciones tan injustas, tan
aberrantes y tan contrarias a la piedad, en las que al organismo no le queda
otra forma de protesta que negarse a asimilar la ingesta reciente y opta por
devolverla, como si la asamblea de sustancias que nos gobiernan --hormonas,
feromonas, adrenalina, yo qué sé-- decretara una huelga de hambre inmediata y
retrospectiva. Uno supone, a primera vista, que un mecanismo tan básico de
defensa de la integridad personal tendría que ser irreductible a las ideologías
e indomesticable por la propaganda machacona de todos los días.
Pero qué va. Nos hemos habituado a deglutir la cena con la
variedad de fondo de las masacres sistemáticas de palestinos y los saldos
gráficos de las acciones militares estadunidenses que han matado, “por error”,
a decenas de miles de amas de casa, niños, dentistas y ancianos. (En año y
medio la fuerza armada más computarizada, precisa e inteligente del mundo ha
tenido entre 13 mil 182 y 15 mil 248 errores con los civiles iraquíes, y sólo
Dios sabe cuántos con los afganos. Es curioso, frente a tanta torpeza, que las
equivocaciones en materia de bajas por “fuego amigo” no lleguen, en ambos
casos, a 40. Pareciera que las leyes de Murphy que gobiernan las fallas de
comunicación y de puntería están diseñadas para eliminar a la mayor cantidad
posible de habitantes de las naciones invadidas.) Me pregunto cuántos
televidentes lograron llegar al postre cuando algunas televisoras transmitieron
el video en el que unos mamarrachos encapuchados cortan la cabeza a Nick Berg,
su víctima pionera, en nombre de Alá. Quién sabe cómo reaccionaríamos si,
después de ver a señoras desfiguradas por la onda expansiva de artefactos
rudimentarios plantados por fundamentalistas, éstos salen a cámara a lamentar
los hechos y a decir que seguirán con sus acciones porque son un asunto de
seguridad nacional. En cambio, las tomas cotidianas de niños mechados con
esquirlas de misiles israelíes y estadunidenses han sido aceptadas por la
etiqueta de los restaurantes y de los comedores hogareños.
Parece que la diferencia entre unas situaciones y las otras
radica, principalmente, en las mediaciones: el cortador de cabezas pronuncia a
cámara su discurso ideológico y la sentencia, luego saca un cuchillo y le
rebana el pescuezo al infeliz que está postrado frente a él. En cambio, Bush y
Sharon pronuncian sus respectivas alocuciones en sus respectivos congresos,
luego vuelven a sus oficinas a firmar órdenes ejecutivas, uno o dos días más
tarde despegan los aviones o se movilizan las fuerzas de tierra, y al final
aparecen los mutilados y los pedazos en la pantalla. Al día siguiente, los
autores intelectuales de la matanza vuelven a explicar sus motivos y a nadie se
le atraganta un pedazo de carne cuando los escucha, serenos y persuasivos,
hablando de sus acciones “defensivas” y declarando su consternación tranquila
en caso de que éstas se hallan llevado más vidas de las necesarias.
A fin de cuentas, esta capacidad para tragarnos los
discursos de criminales de guerra junto con el jugo del desayuno o la sopa de
la cena constituye un triunfo de la educación, la cultura y la civilización
sobre las reacciones fisiológicas elementales: hemos aprendido a controlar el
asco, a uncir nuestras náuseas a consideraciones ideológicas y a reprimir el
vómito, y nos hemos diferenciado, así, de los salvajes que vuelven el estómago
en cuanto son expuestos a una situación que violenta sus convicciones éticas.
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