12.10.04

El asco


No puedo imaginarme a los autores intelectuales y materiales de la carnicería terrorista perpetrada el fin de semana pasado en Egipto argumentando a cámara las razones de su acción. No concibo un escenario internacional que permitiera a los decapitadores de rehenes en Irak treparse en el podio de Naciones Unidas para pronunciar un discurso justificatorio de sus prácticas asesinas y advertir a Estados Unidos, a Israel, a Occidente, lo equivocado de sus políticas hacia los árabes o hacia el mundo islámico en general. No logro entender cómo tendría que estar construido un planeta en el que los periodistas rindieran todos los días sus cámaras y sus micrófonos ante la palabra de los desmembradores de civiles en Bagdad o Tel Aviv. La fortaleza de estómago tiene sus límites y la cobertura del compromiso informativo casi nunca llega hasta la exposición detallada de los pensamientos de un criminal en el instante en que acuchilla la panza de una mujer embarazada.

Esas imposibilidades tienen por fundamento el asco, la más elemental de las reacciones éticas, el eslabón final, a veces el único, y el más fuerte, entre la fisiología y la moral. Hay situaciones tan injustas, tan aberrantes y tan contrarias a la piedad, en las que al organismo no le queda otra forma de protesta que negarse a asimilar la ingesta reciente y opta por devolverla, como si la asamblea de sustancias que nos gobiernan --hormonas, feromonas, adrenalina, yo qué sé-- decretara una huelga de hambre inmediata y retrospectiva. Uno supone, a primera vista, que un mecanismo tan básico de defensa de la integridad personal tendría que ser irreductible a las ideologías e indomesticable por la propaganda machacona de todos los días.

Pero qué va. Nos hemos habituado a deglutir la cena con la variedad de fondo de las masacres sistemáticas de palestinos y los saldos gráficos de las acciones militares estadunidenses que han matado, “por error”, a decenas de miles de amas de casa, niños, dentistas y ancianos. (En año y medio la fuerza armada más computarizada, precisa e inteligente del mundo ha tenido entre 13 mil 182 y 15 mil 248 errores con los civiles iraquíes, y sólo Dios sabe cuántos con los afganos. Es curioso, frente a tanta torpeza, que las equivocaciones en materia de bajas por “fuego amigo” no lleguen, en ambos casos, a 40. Pareciera que las leyes de Murphy que gobiernan las fallas de comunicación y de puntería están diseñadas para eliminar a la mayor cantidad posible de habitantes de las naciones invadidas.) Me pregunto cuántos televidentes lograron llegar al postre cuando algunas televisoras transmitieron el video en el que unos mamarrachos encapuchados cortan la cabeza a Nick Berg, su víctima pionera, en nombre de Alá. Quién sabe cómo reaccionaríamos si, después de ver a señoras desfiguradas por la onda expansiva de artefactos rudimentarios plantados por fundamentalistas, éstos salen a cámara a lamentar los hechos y a decir que seguirán con sus acciones porque son un asunto de seguridad nacional. En cambio, las tomas cotidianas de niños mechados con esquirlas de misiles israelíes y estadunidenses han sido aceptadas por la etiqueta de los restaurantes y de los comedores hogareños.

Parece que la diferencia entre unas situaciones y las otras radica, principalmente, en las mediaciones: el cortador de cabezas pronuncia a cámara su discurso ideológico y la sentencia, luego saca un cuchillo y le rebana el pescuezo al infeliz que está postrado frente a él. En cambio, Bush y Sharon pronuncian sus respectivas alocuciones en sus respectivos congresos, luego vuelven a sus oficinas a firmar órdenes ejecutivas, uno o dos días más tarde despegan los aviones o se movilizan las fuerzas de tierra, y al final aparecen los mutilados y los pedazos en la pantalla. Al día siguiente, los autores intelectuales de la matanza vuelven a explicar sus motivos y a nadie se le atraganta un pedazo de carne cuando los escucha, serenos y persuasivos, hablando de sus acciones “defensivas” y declarando su consternación tranquila en caso de que éstas se hallan llevado más vidas de las necesarias.

A fin de cuentas, esta capacidad para tragarnos los discursos de criminales de guerra junto con el jugo del desayuno o la sopa de la cena constituye un triunfo de la educación, la cultura y la civilización sobre las reacciones fisiológicas elementales: hemos aprendido a controlar el asco, a uncir nuestras náuseas a consideraciones ideológicas y a reprimir el vómito, y nos hemos diferenciado, así, de los salvajes que vuelven el estómago en cuanto son expuestos a una situación que violenta sus convicciones éticas.

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