Primera
escena. Los chefs Juan María Arzak y Pedro Subijana acudieron ayer a rendir
sendas declaraciones ante el juez Fernando Andreu, de Madrid, ante quien están
imputados de colaborar con banda armada. José Luis Beotegui, uno de los
presuntos etarras capturados a principios de este mes, los acusó de pagar a ETA
el llamado “impuesto revolucionario”: 36 mil euros cada uno. Un dineral, sí,
incluso para un empresario gastronómico del País Vasco, donde la gente suele
comer bien y mucho. A su salida del tribunal los acusados no quisieron precisar
ante la prensa si habían confirmado o desmentido la imputación, y como no
dijeron sí ni no, da la impresión de que más bien sí. Puesto en sus zapatos y
su circunstancia, me pregunto si yo tendría el valor de negarme a colaborar con
unos matones de teorías blindadas y un manojo de cartuchos parabellum en alguna
parte de la praxis, y me respondo que tal vez no, de la misma forma en que no
lo tengo para rehusarme a entregar las llaves del coche a un malhechor de
crucero. ¿Colaboración con banda armada? Podría entender el cargo si, por
convicción o bajo cuerda, los cocineros se hubiesen prestado a liquidar
comensales selectos --socialistas o populares-- agregando una pizca de cianuro
a la receta tradicional del marmitako o aderezando de manera letal las
guarniciones del begi haundi. Pero Arzak y Subijana sólo quieren hacer su
trabajo, y representan más bien a los incontables vascos atrapados entre la
espada de un nacionalismo frankensteiniano y criminal y la pared de una institucionalidad
inflexible, literal y miope que se apresta a juzgar --y ojalá que no llegue a
hacerlo--, por colaboración con banda armada, a dos que son más bien víctimas
de la banda.
Segunda escena. Pedro J. Ramírez, director de El
Mundo, dio a conocer que un trabajador de ese diario, cuya identidad quedó
en reserva por motivos de seguridad, recibió una carta con amenazas de ETA, que
le lanza la acusación ominosa de hacer un “trabajo de intoxicación contra el
movimiento de liberación vasco”. Ramírez lamentó que España sea “el único de la
Unión Europea en el que la libertad de expresión está coartada por una banda
terrorista” y destacó que es “impensable” que pudiera andar sin escolta como
hacen sus colegas de The
Guardian (Londres), Corriere
della Sera (Roma)
o Libération (París).
Las medidas de seguridad de los directivos de medios en España, dijo, “forman
parte del paisaje, pero no podemos acostumbrarnos a ello”. Además, acusó al
gobierno vasco de “no haber tomado ninguna medida al respecto” y reclamó a las
nuevas autoridades de Madrid “que pongan todos los medios para que situaciones
como ésta no continúen existiendo” y “para defender el derecho a la información
de toda la gente”. No sé si Ramírez está en lo cierto acerca de la inacción del
gobierno vasco, pero en lo demás tiene toda la razón: andar con escoltas
destruye la vida de cualquiera casi tanto como un atentado, sea cual sea su
grado de éxito, y cualquier intento de coartar la libre expresión es
inadmisible. Mucho ganaría la convivencia civilizada si los de El
Mundo se
solidarizaran, en esa inteligencia, con sus colegas de Egin y Gara ante
la persecución judicial de que son objeto, y si estos últimos hicieran otro
tanto con el periodista anónimo que se encuentra bajo amenaza etarra.
Tercera escena. Unos 200 individuos que se identifican como
integrantes de la izquierda abertzale toman
durante una hora el ayuntamiento de Andoain (Guipúzcoa) para protestar por la
prohibición legal de sus organizaciones. El alcalde, el socialista José Antonio
Pérez Gabarain, anuncia que ha interpuesto sendas querellas judiciales contra
los manifestantes y contra la Ertzaintza, la policía vasca, porque los
efectivos de ésta llegaron al lugar de los hechos cuando los abertzales ya se
habían retirado. El gobierno autonómico, controlado por el PNV y que controla a
su vez a la Ertzaintza, evitó una confrontación violenta, pero el señor Pérez
Gabarain es parte de esa pared que aspira a juntarse con la espada, sin
importarle quién esté en medio, y la espada, como todo mundo sabe, carece de la
virtud de la razón. ¿Y si en vez de llamar a la policía alguien llamara a la
distensión y a la sensatez?
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