Hace dos años, es decir, a finales de octubre de 2002, el
gobierno de George W. Bush empezó a concretar su determinación, tomada mucho
tiempo antes, en algún soliloquio de confrontaciones secretas con el padre, de
conquistar Irak. La vida te da sorpresas, y tal vez algún día los estudiosos
del alma humana nos expliquen que el presidente estadunidense en turno odiaba
mucho más a su progenitor que a Saddam Hussein, y que éste, al igual que el
mundo, fue chivo expiatorio en el conflicto bipolar ente Edipo y Layo, y que el
dominio del petróleo, las proyecciones geopolíticas, los contratos para
Halliburton y la lucha disneyana contra el terrorismo eran mentiras piadosas
para ocultar lo que realmente estaba en juego, que era la disputa por seducir a
Barbara Bush, la madre con desplantes guerreros. En todo caso, están a la vista
los posibles ingredientes del platillo de horror y muerte que se cocinó en la
bóveda craneana presidencial. Lo que se discute, en todo caso, es la receta, es
decir, las proporciones y los tiempos en que se combinaron esos elementos para
producir el festín de carne humana que se llama Irak.
En cambio, fueron mucho menos claras las motivaciones de
Tony Blair para aceptar su papel de pinche en la confección de ese guiso
porque, hasta donde se sabe, no había en su constelación familiar ni en su masa
encefálica conflictos previos relacionados con Irak, porque la participación de
Inglaterra en la recolonización de ese país árabe no habría de revivir la era
dorada del imperio, sino que simplemente pondría en evidencia su condición de
imperio auxiliar, y porque la socialdemocracia europea a la cual pertenece se
manifestó mayoritariamente (Schroeder, Rodríguez Zapatero) en contra de una
guerra unilateral, injusta e ilegal. Blair repite como loro la consigna de la
“guerra contra el terrorismo”, pero ni él es capaz de creer que cree en ella.
Fuera de eso, el único argumento que ha podido escuchársele es la necesidad de
que su gobierno mantenga cierta influencia sobre el de Estados Unidos. Pero la
participación británica en la destrucción y la ocupación de Irak sólo han
demostrado lo contrario, es decir, que Washington maneja a Londres mucho más de
lo que ha podido manejar el caos iraquí.
El enigma de lo que ocurre en las sinapsis de Blair
persistirá durante mucho tiempo. Pero el reciente secuestro de Margaret Hassan
por una banda de asesinos y las reacciones del premier ante ese crimen
injustificable han generado una radiografía nítida de la real catadura moral
del gobernante británico. La secuestrada, nacida en Dublín, iraquí por
matrimonio y decisión propia, y expresa opositora a las sanciones contra Irak y
a la agresión militar a su país de adopción, tenía más posibilidades de salvar
la vida y de ser puesta en libertad hasta antes de que Blair revindicara
públicamente la nacionalidad británica de Margaret. Con ello, el primer
ministro empujó deliberadamente el cuchillo de los asesinos a la garganta de la
benefactora. Vamos, el tipo no puede ser tan cándido o tan estúpido como para
ignorar, a estas alturas, que los secuestradores tienen más razones para matar
a su víctima si ésta tiene pasaporte inglés que si es considerada iraquí o
irlandesa. Blair habría podido, simplemente, obedecer las órdenes del
Pentágono, mover a sus soldados hacia el norte, como se lo indicó Bush, y
cerrar el pico en torno a Margaret Hassan. Pero decidió enviar a la secuestrada
el beso de la muerte y mandar a sus verdugos un mensaje inequívoco: por si no
lo tienen claro, Margaret es ciudadana británica; es decir, asesínenla.
El cálculo es evidente. El primer ministro desea que a
Margaret le corten la cabeza porque de esa forma él tendría un emotivo y
nauseabundo documento para ilustrar, ante la opinión pública de su país, la
monstruosidad del enemigo y justificar, así, una mayor participación de las
tropas británicas en el desastre que es Irak. Ah, y de paso le ajustaría
cuentas a una crítica implacable de sus políticas belicistas y genocidas.
Además la desesperada y desesperante situación de la
dublinesa deja ver los alineamientos de la actual confrontación tal y como son:
de un lado están los Bush, los Blair y los Al Zarqawi, pirómanos siempre
necesitados de gasolina para continuar con sus actividades, y por el otro gente
empeñada en apagar los incendios, como la propia Margaret Hassan, que quedó
atrapada en las llamas junto con decenas de miles de compatriotas suyos, es
decir, iraquíes, y con miles de muchachos estadunidenses y británicos que
mueren o se quedan sin pedazos de organismo para preservar intereses que les
son ajenos o para dirimir complejos y conflictos personales de gobernantes que
les quedan mucho más lejos que los combatientes iraquíes a los que se enfrentan
todos los días sin tener claro por qué ni para qué.
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