- El poeta Césaire y el jesuita Mifsud
Todo empezó cuando vi la foto de una escena muy triste: una docena de muchachas trastabillean mientras corren, o se van de hocico al duro suelo, o están a punto de, con caras de angustia y dolor, afanadas por llegar a un listón rosado que representa la meta de una carrera. La información detrás de la imagen es simple: “Más de 100 mujeres participaron en una carrera de alto riesgo en las calles de San Petersburgo. Calzadas con tacones de 9 centímetros como mínimo --única condición para participar en el singular evento--, arriesgaron sus piernas y sus tobillos para intentar ser las primeras en cruzar la meta. ¿El premio? Un vale de compra de unos dos mil dólares.”
Debió ser muy emocionante. A juzgar por la sucesión de gráficas, las participantes iniciaron la competencia con ánimo festivo. Los rostros radiantes fueron desdibujándose conforme se sucedían los accidentes, hasta llegar a la última foto, la que describí al principio. No hallé información sobre cómo acabó el concurso, una crónica posterior sobre la afortunada ganadora y su sesión de compras en el establecimiento que organizó la carrera, ni un recuento de moretones, raspones, luxaciones y fracturas. El asunto me hizo pensar en los chavitos que se acuestan sobre un charco de vidrios rotos en los cruceros de mi ciudad para concitar la lástima de los conductores o el morbo que vale un peso y, en general, en la abundancia de espectáculos en los que el principal valor de producción es el sufrimiento humano. Gugleé “Reality show” y desemboqué en un texto del sacerdote jesuita Tony Mifsud, doctor en Teología de la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y quien escribe cosas contra la legalización del aborto, las uniones entre personas del mismo sexo y la educación reproductiva laica y abierta. Me es difícil pensar en una pluma que me provoque más radicales desacuerdos que la suya; sin embargo, lo que cito a continuación me resultó esclarecedor:
“Curiosamente, el término Reality Show es contradictorio porque se juntan dos palabras que de por sí se excluyen. La realidad no es un espectáculo, salvo que la reduzcamos a una realidad virtual y hagamos de la vida un enorme teatro donde deambulan puros actores sin identidad propia. El espectáculo entretiene pero la realidad se vive, y a veces se sufre también. Reducir la vida a un mero espectáculo, donde te sientes mirado con indiferencia para que te aplaudan o te pifien, puede llegar a ser una enorme falta de respeto a las personas. [...] Ciertamente, hoy existe la tendencia a la cultura del espectáculo. Hemos mirado la Guerra de Golfo sentados frente al televisor; hemos visto la caída de las dos Torres en Nueva York comentando con el vecino telespectador lo horrible que era; hemos visto con consternación la cantidad de bombas que cayeron sobre Afganistán. Hemos sido espectadores de tantas muertes, pero el día siguiente volvemos a nuestro trabajo como si hubiéramos visto una película. Parece que hoy por hoy todo es un show porque uno se siente juzgado por su apariencia, por lo que tiene y no por lo que es. [... ] Los jóvenes públicamente enjaulados hacen de todo para tener éxito (aparecer y ganar plata). Y si se requiere hacer de la propia vida un espectáculo, bueno, igual que en la guerra, no hay reglas salvo la de ganar. Seguramente habrá otras opiniones favorables al programa, más bien subrayando el elemento del entretenimiento. Pero, ¿se puede negar que este tipo de programas reflejen y promueven de alguna manera una cultura del éxito y del espectáculo? Pero, ¿es la vida un espectáculo? ¿El dinero y los aplausos definen la propia vida?”
Mucho antes de llegar hasta ese punto de la lectura, tenía ya instalado en la cabeza un fragmento del portentoso Cahier d’un retour au pays natal (Cuaderno de un retorno al país natal) de Aimé Césaire, el gran poeta martinico de la negritud:
Et surtout mon corps aussi bien que mon âme, gardez-vous de vous croiser les bras en l'attitude stérile du spectateur, car la vie n'est pas un spectacle, car une mer de douleurs n'est pas un proscenium, car un homme qui crie n'est pas un ours qui danse...
(O sea: “Y sobre todo, cuerpo mío, y también alma mía, cuídense de cruzarse de brazos en la actitud estéril del espectador, porque la vida no es un espectáculo, porque un mar de dolores no es un proscenio, porque un hombre que grita no es un oso que baila...”)
Mi querida Françoise Pérus me regaló hace unos tres lustros la venerable edición bilingüe del Cahier... que publicó Ediciones Era en 1969, con prólogo y traducción al español de Agustí Bartra. Ahora me disculpo con los tripulantes y pasajeros de este blog por cerrar la entrega de este domingo con la anécdota que ya leyeron aquí; a veces, malpensados, uno pone los huevos en el papel y es en el blog donde nacen los pollos. Esta vez fue a la inversa.