5.7.07

Los difuntos del fuego

  • Martina, Álvaro, Florencio
  • Chicalote y relatos con rayo
No nos habituaremos nunca a la idea de que el caos de partículas elementales y no tanto que componen la atmósfera de cuando en cuando descarga sus excesos de energía en uno o varios de nosotros y se acaba de golpe su mal de amores, su ilusión de un reloj nuevo y su duda fundamental sobre el sentido de la vida. Ese caldo de átomos y de cosas menores es tan arbitrario como las máscaras de sobrehumanidad que le hemos puesto en épocas y en lugares: Thor, Zeus o Júpiter, Wotan y Nuberu, en Occidente; Gordu Maganancho, en las llanuras africanas; Kali, al oriente del Continente Negro; Catequil, Ekeko Tunupa, Ilyapa, Libiac, Kkowa, Tiksi y Santiago, en los Andes; Raijin, Tien-Mu, Lei Tsu, Indra y Rudra o Kitén, en Asia; Set de Avaris, en el Antiguo Egipto; Jambure y Mamaragan, en Oceanía; Hino, Chui-Tirípeme o Señor de la Cueva de Santo Domingo, en las tierras del norte; Chaac, Cocijo, Tajín, Tzahui, Bolón Tzacab, o Hobnil, y otras advocaciones mesoamericanas de Nuestro Señor del Sitio donde Brota el Licor de la Tierra, Tlalloccantecuhtli o simplemente Tláloc, para los cuates.


Sseñores tonantes

Decía la nota del el martes pasado en La Jornada: “Martina Cerro Bascajay, de 29 años; Álvaro Gutiérrez González, de 38, y Florencio Tavera Hernández, de 29, murieron en los alrededores del ejido La Salitrera, en el municipio de Alfajayucan (¿suenan juntos, en esa toponimia, el árabe y el náhuatl?), Hidalgo, a consecuencia de un rayo que cayó sobre una choza de láminas metálicas en la que se refugiaban de un aguacero. Otras ocho personas resultaron heridas y fueron trasladadas al Hospital General de Huichapan.”

¡Ay, deidades tonantes! Quién de ustedes se llevó a Martina, a Florencio, a Álvaro, este lunes, y en cuál paraíso hemos de buscar sus almas; por qué nueve días antes tocaron con su dedo de fuego a dos amantes que caminaban bajo la lluvia en San José del Rincón, y a un muchacho de San Martín Cuautlalpan, en el Estado de México; qué rostro le pondremos al relámpago que acabó con la vida del pastor Antonio en Zuera, Zaragoza, España, el 28 de junio de 2006; a quién le pediremos cuentas por los cinco niños fallecidos dos meses antes en Santa María del Río, San Luis Potosí, cuando jugaban cerca de una cruz de hierro; quién fulminó al ruso Denis Pankin en las alturas peruanas de Huayna Picchu, el 18 de octubre de 2004; cómo explicar que un rayo terminara con una oncena futbolera completa, el 29 de octubre de 1998, en la República Democrática del Congo, y respetara a todo el equipo rival; qué pensar de los siete fallecidos en el monasterio de La Peña de Francia, a doce leguas de Salamanca, en 1827, tres minutos después de que una de las víctimas pronunciara una blasfemia; quién de ustedes (¿o era ya el Dios de los cristianos?), estaba al mando del Cielo cuando cayó fulminado por una descarga el implacable Dióscoro, padre y verdugo de Santa Bárbara, en tierras de Nicomedia, en el remoto siglo III.


Thor de los galos

Ni brujerías ni maldiciones (“que te parta un rayo”) ni venganzas divinas: mejor pensemos que los difuntos de la gran chispa son escogidos y bienaventurados. Dice Musacchio que en cada una de las cuatro poblaciones del Paso de Cortés, entre Don Gregorio Popocatépetl y Doña Manuela Iztaccíhuatl, había hace no muchos años un interlocutor que hablaba con ambos volcanes, denominado quiampero. Para desempeñar el oficio había que haber sobrevivido a una descarga eléctrica, la que se interpretaba como una invitación de los colosos. Cada 3 de mayo, los quiamperos encabezaban una peregrinación de los pueblos “a una cueva situada en la ladera del volcán donde se encontraba una pequeña cascada y cuatro grandes piedras que representaban los cuatro pueblos; ahí los quiamperos interpretaban las formas del agua de la cascada y de acuerdo con ellas pronosticaban el régimen de lluvias. Mientras los peregrinos hacían ofrendas de mole y tamales salados y rezaban en silencio, los quiamperos conversaban con Don Gregorio y lo urgían para que permitiera la abundancia de las cosechas”. Todo ello, a pesar de que desde cien años antes el positivismo había pretendido quitar todo margen a los ritos. El Museo Universal (Madrid) afirmaba, en su edición del 17 de septiembre de 1865, que “con los cadáveres de los muertos por rayo se hacen esperiencias muy curiosas: quedan de tal manera electrizados, que si se tocan durante las dos o tres primeras horas, producen unas descargas eléctricas sobre los cuerpos que están en contacto.”


Nuestro Señor Chaac

Martina, Florencio y Álvaro han de estar en la mansión de Tláloc, en la cima de una montaña de Huejotzingo, donde siempre es verano, hay regocijos y refrigerios sin cuento y se prodigan las mazorcas, los tomates, las calabazas, el amaranto, la hierba verde y las flores, entre éstas el venerable chicalote, también llamado cardo santo, e ixk’hanlol entre los mayas, y que lleva por nombre en el orden de Lineo Argemone mexicana. Es una herbácea erecta, de tallo verdeazulado con espinas y bordes muy filosos, y flores amarillas solitarias de seis pétalos y tres sépalos con espinas. La planta tiene en su látex amarillo un alcaloide muy potente que la convierte en tóxica para el ganado; la semilla tiene propiedades purgantes y puede provocar el vómito. Cuando yo era niño me curaban con facilidad los jiotes y los empeines (afecciones cutáneas menores y corrientes entre los usuarios de columpios, resbaladillas y otros juegos metálicos públicos) untándome sobre ellos el lechoso jugo del chicalote. Un sitio argentino de herbolaria afirma que tiene aplicaciones medicinales mucho más serias y que “en Java y América del Norte la usan contra verrugas y úlceras sifilíticas”, pero de tales propiedades curativas no puedo dar constancia ni garantías.

Pariente de la amapola


Me paso a retirar, no sin antes recomendarles un par de narraciones sobre muertos de rayo que hallé en la Red: la ya mencionada del ruso Pankin y la asombrosa historia de Florencio Vicente Ramos, de los Ramos de Flores, quien fue alcanzado por un rayo pero no murió porque no le cabía en la cabeza la gravedad del accidente.


Paraíso de Tláloc

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