Ahora nos enteramos, en las páginas de
The New York Times, que Wal-Mart soborna a funcionarios de
nuestro país para que le permitan hacer lo que le dé la gana en
territorio nacional. Antes, gracias a la realización de audiencias
legislativas en Estados Unidos, pudimos saber que la DEA lavó dinero
para un cártel mexicano y que ATF suministró armamento a la
delincuencia organizada. El año antepasado se dieron a conocer
documentos judiciales del país vecino del norte que revelaban la
existencia de una corrupción de clase mundial en el seno de la
Comisión Federal de Electricidad (CFE) que involucraba a altos
directivos de esa paraestatal. Por norma, la Procuraduría General de
la República, la Secretaría de la Función Pública y otras
instancias nacionales encargadas de procurar justicia, de combatir
la corrupción y fiscalizar a los funcionarios, se enteran de esos y
de otros escándalos por los medios, se desperezan, se frotan los
ojos, anuncian que van a hacer algo y de vez en cuando redactan un
oficio o hasta inician una averiguación previa.
Desde luego, hay otras formas de
destruir, por acción o por omisión, la soberanía nacional en
materia de procuración e impartición de justicia. El caso de
Florence Cassez salió del ámbito de los tribunales nacionales
gracias a las payasadas mediáticas de Genaro García Luna. Muchos
activistas sociales, defensores de derechos humanos o simples
víctimas del atropello y la prepotencia han debido hallar justicia
en instancias internacionales. Por lo demás, estos últimos
desgobiernos federales han tenido el gatillo fácil en materia de
extradiciones. Hoy hasta parece normal que un presunto delincuente
mexicano, que cometió supuestos delitos en territorio nacional, sea
automáticamente arrojado al norte del Río Bravo en extradición
exprés. Los gobernantes han tenido incluso el descaro de justificar
tales actos argumentando que las cárceles del país, administradas
por ellos, carecen de las condiciones de seguridad adecuadas, o que,
como hay mucha corrupción, no vaya a ser que el preso se escape. Y
por si no faltara, Felipe Calderón suele desahogar la frustración
por los fracasos de sus policías y fiscales con exabruptos
berlusconianos orientados a descalificar a los jueces y al poder
judicial en su conjunto. “Yo detengo a los delincuentes pero los
jueces los dejan libres”, ha dicho Calderón varias veces, sin
mencionar que en muchos de esos casos no había pruebas suficientes
para sentenciar a los acusados, o ni siquiera para procesar a los
presentados, o bien que se trataba de culpables fabricados con los
tradicionales métodos canallescos e ilegales del repertorio
policial.
Junto con la propiedad pública, las
instancias de bienestar social, el arbitrio del Estado, el control
del territorio y las tareas de inteligencia, la procuración y la
impartición de justicia han sido víctimas del trabajo de demolición
institucional practicado en forma sistemática en el periodo
Salinas-Calderón. Si creen que Peña Nieto puede ser diferente,
acuérdense –botones de muestra– de la impunidad para los
policías violadores de Atenco, la epidemia de feminicidios en el
Estado de México y los casos de Paulette y de El Coqueto.
En el caso de la procuración y la
impartición de justicia la soberanía nacional ha sido también
avasallada y se ha abdicado a la potestad de México para prevenir,
investigar, procesar y sancionar el delito. Se necesita mucha fe
ciega en los milagros para suponer que un Estado sin capacidad ni
órganos adecuados para descubrir, imputar y castigar ilícitos, y
que delega esas tareas en la institucionalidad de otras naciones,
puede ganarle la guerra a la delincuencia. Si la sociedad no opta por
desechar este modelo, el país irá directo a la extinción de la
autoridad y a la entronización de una ley única: la de la jungla.
1 comentario:
Una y otra vez, pero el límite está por llegar, debido a un cambio de esquema o por un lamentable estallamiento social... La elección es nuestra.
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