El primer tropiezo grave en el afán de
Enrique Peña Nieto por instalarse como presidente de la república
fue, con todo y su simbolismo, la falta de memoria: de acuerdo con
documentos videográficos, el candidato priísta no recuerda el
nombre de la enfermedad que provocó la muerte a su primera esposa,
no puede acordarse de los títulos de tres libros, no logra precisar
si es candidato o precandidato y no consigue memorizar siete palabras
protocolarias sin ayuda del teleprompter. Esta poderosa aptitud para
el olvido fue captada por Cecilia Sotres, con la agudeza que le
sobra al teatro y le falta al análisis político, en su construcción
del personaje central en “Directo al despeñanieto (Fiesten)”,
que aún está en cartelera en el teatro bar El Vicio.
Esta limitación personal del
candidato, la misma que le ha valido el escarnio generalizado de la
opinión pública, es, proyectada hacia el resto del país, la
principal apuesta de su partido (y de los intereses corporativos que
representa) para poner fin a la fase panista en el ejercicio
duopólico del poder presidencial. La vuelta del logotipo tricolor a
Los Pinos requiere de una sociedad capaz de olvidar por qué ese
mismo emblema perdió la elección en 2000, que no pueda acordarse de
tres textos de historia leídos en la Primaria, que no sepa si es
economía emergente o país tercermundista y que no logre hilvanar
siete pensamientos sin ayuda de la pantalla chica, Deus ex machina
del propio Peña Nieto.
Que “penas y dichas no sean más que
nombres”, reza, en coincidencia con el
poema de Luis Cernuda, la estrategia priísta
para esta temporada: olviden, mexicanos, el 18 de marzo y demás
fechas venturosas; olvídense del 2 de Octubre, del 10 de Junio, del
9 de febrero y otros días de la ignominia; borren de su memoria los
sexenios completos de De la Madrid, de Salinas y de Zedillo. Borren
de su memoria las violaciones de Estado perpetradas en mayo de 2006
por las fuerzas policiales de Fox y de Peña Nieto; extirpen el
recuerdo de las inundaciones anuales en el oriente del Valle de
México y de las también anuales promesas de resolverlas “de
manera definitiva”; dejen de tener presente la gráfica rampante de
feminicidios en la entidad, los números de la marginación social,
las cifras del dispendio, las fotos de obra pública abandonada antes
del término, la humillación del canje de sufragios por despensas,
el nombre de una niña que se llamó Paulette, la simulación, la
impunidad y la connivencia funcional y utilitaria con estamentos
delictivos.
Perdida la dictadura perfecta quedaba,
cuando menos, la candidatura perfecta, basada en un cascarón bonito
en el que cabe toda suerte de promesas y “compromisos”, así sean
disparatados y mutuamente excluyentes; fundada en la tecnología de
la persistencia machacona enunciada por Goebbels y cimentada,
también, en el tremendo poder de la ausencia: como ocurre con los
difuntos, se tiende a perdonar, olvidar o cuando menos atenuar, las
miserias de los que no están. Si a eso se agrega la bacanal de
corrupción y sangre del último quinquenio, que por contraste –y a
una década de distancia–, hacen aparecer como inmaculadas y
apacibles a las administraciones priístas anteriores, el triunfo de
la desmemoria parecía asegurado mediante una victoria electoral del
olvidadizo.
Pero, aunque las casas encuestadoras
oficiales mantienen la versión de una tendencia ganadora pétrea,
inmune a resbalones y caídas estrepitosas en el ridículo y la
inconsecuencia (y por lo tanto, poco creíble), la máscara sigue
sufriendo abolladuras en forma irremediable. La más reciente es la
entrevista en Telemundo del domingo pasado, en la que Peña Nieto
pierde manifiestamente el control y monta en cólera cuando José
Díaz-Balart le pregunta –capciosa, pero habitual en los noticieros
gringos– si el tema de los hijos fuera de matrimonio son
relevantes para los votantes de México. El video pone de manifiesto que una de las reacciones posibles del ex
gobernador mexiquiense ante situaciones difíciles, además del
olvido de datos sustantivos, es la embestida colérica y ésta
remite, de manera inevitable, a arrebatos de ira como los que
experimentaban, con consecuencias por lo general funestas, algunos
destacados tlatoanis del priísmo.
Es probable que, expuesto a las
inclemencias de la campaña, la imagen de la candidatura perfecta
siga experimentado tropiezos de ese calibre, o peores. Por lo pronto,
el triunfo de Peña Nieto sólo es posible en un país –diría
Cernuda– “donde habite el olvido”.
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