11.5.04

Irak según Mandela


El 10 de mayo de 1994 Nelson Mandela fue investido presidente de Sudáfrica y ese hecho, ocurrido ayer hace 10 años, simbolizó la conversión de un engendro histórico racista en un Estado moderno, tolerante, pluriétnico y fundamentado en la voluntad de convivencia pacífica y democrática. Esa transición fue una de las grandes gestas positivas de las postrimerías del siglo pasado y convirtió a Mandela como un héroe prácticamente incuestionado en el escenario internacional.

Ayer, el ex presidente mostró nuevamente su pelo blanco y ensortijado para pronunciar un discurso conmemorativo ante el parlamento de su país. Según las crónicas, se le observó débil y frágil, y algunos suponen que la ocasión pudo ser la última aparición pública del estadista.

Sea cierto o no, es significativo que Mandela la haya dedicado, en buena medida, a la situación actual de Irak o, más bien, a la actuación criminal y desastrosa de Estados Unidos e Inglaterra contra el país árabe y contra el orden internacional.

“Vemos cómo naciones poderosas, así llamadas democracias, manipulan los organismos multilaterales en detrimento y para infortunio de los países más pobres”, dijo el Premio Nobel de la Paz; “observamos a dos democracias líderes del mundo libre envueltas en una guerra que la ONU no aprobó; miramos con horror cómo emergen reportes sobre abusos terribles contra la dignidad de los seres humanos que las fuerzas invasoras mantienen cautivos en su propio país”.

Mandela señaló que, en el contexto de “un mundo cínico”, la exitosa y pacífica transición sudafricana se ha convertido en fuente de inspiración.

Todo indica, por desgracia, que en el Irak invadido, demolido y martirizado por ingleses, estadunidenses y socios menores, todavía habrá de correr mucha sangre antes de que kurdos, sunitas y chiítas logren acabar con la ocupación extranjera y conformar un marco de convivencia nacional, democrático o no pero aceptable para las principales comunidades iraquíes.

La acelerada descomposición política de los gobiernos de George W. Bush y Tony Blair (alimentada en estos días por la publicación de evidencias de que en Irak la tortura no es una excepción, sino parte de los procedimientos reglamentarios de la ocupación militar) puede poner un final anticipado a las carreras políticas de esos gobernantes y de muchos de sus subordinados, pero no necesariamente implicará el fin de la ocupación del país árabe. Y si los grupos gobernantes en Washington y Londres logran sobrevivir a la divulgación de su inmundicia moral ello tampoco significaría la perpetuación en automático de la presencia militar angloestadunidense en la vieja Mesopotamia. Y si en Irak se consolidan frentes políticos y militares unitarios y articulados, vinculados con la solidaridad internacional y dotados de programa y plataforma, eso no significará que han ganado la guerra.

La interacción de factores internos y externos en la circunstancia iraquí es, en suma, mucho más complicada de lo que fue en los últimos tiempos del estado racista de Pretoria, que era un régimen de colonialismo interno. La atrocidad explícita de ese régimen generó, a lo largo del tiempo, un consenso mundial en su contra. La ocupación de Irak todavía es vista, en gobiernos, organismos y sectores occidentales de opinión pública, como algo dotado de cierta legitimidad. Es impresionante, por ejemplo, la benevolencia, la timidez y la hipocresía con que la Cruz Roja Internacional consignó, en el informe que hizo llegar en secreto a los gobiernos de Washington y Londres, juzgó las atrocidades perpetradas por los ocupantes en las cárceles iraquíes, en donde, dijo educadamente el organismo internacional, “las personas privadas de la libertad enfrentan riesgos de ser sometidas a procesos de coacción física y psicológica, en algunos casos equivalente a la tortura”.

La Cruz Roja pudo haber dicho, simplemente, lo que sus representantes observaron --que los carceleros ocupantes torturaban regularmente a los detenidos-- y pudo hacerlo público de inmediato. Con ello habría contribuido a abreviar el sufrimiento de los humillados, atormentados y ejecutados. Pero la gazmoñería ilustrada en las contorsiones verbales del organismo humanitario es ilustrativa de muchas conductas occidentales ante el drama iraquí. Cuando se despejen los relativismos, las complacencias y la aventura bélica de estadunidenses e ingleses en Irak sea universalmente reconocida como un simple y llano acto de barbarie, podrá seguirse, en el país árabe, un camino semejante al de la transición sudafricana. Sería maravilloso que fuera pronto y que Mandela pudiera presenciarlo.

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