El 10
de mayo de 1994 Nelson Mandela fue investido presidente de Sudáfrica y ese
hecho, ocurrido ayer hace 10 años, simbolizó la conversión de un engendro
histórico racista en un Estado moderno, tolerante, pluriétnico y fundamentado
en la voluntad de convivencia pacífica y democrática. Esa transición fue una de
las grandes gestas positivas de las postrimerías del siglo pasado y convirtió a
Mandela como un héroe prácticamente incuestionado en el escenario
internacional.
Ayer,
el ex presidente mostró nuevamente su pelo blanco y ensortijado para pronunciar
un discurso conmemorativo ante el parlamento de su país. Según las crónicas, se
le observó débil y frágil, y algunos suponen que la ocasión pudo ser la última
aparición pública del estadista.
Sea
cierto o no, es significativo que Mandela la haya dedicado, en buena medida, a
la situación actual de Irak o, más bien, a la actuación criminal y desastrosa
de Estados Unidos e Inglaterra contra el país árabe y contra el orden
internacional.
“Vemos
cómo naciones poderosas, así llamadas democracias, manipulan los organismos
multilaterales en detrimento y para infortunio de los países más pobres”, dijo
el Premio Nobel de la Paz; “observamos a dos democracias líderes del mundo
libre envueltas en una guerra que la ONU no aprobó; miramos con horror cómo
emergen reportes sobre abusos terribles contra la dignidad de los seres humanos
que las fuerzas invasoras mantienen cautivos en su propio país”.
Mandela
señaló que, en el contexto de “un mundo cínico”, la exitosa y pacífica
transición sudafricana se ha convertido en fuente de inspiración.
Todo
indica, por desgracia, que en el Irak invadido, demolido y martirizado por
ingleses, estadunidenses y socios menores, todavía habrá de correr mucha sangre
antes de que kurdos, sunitas y chiítas logren acabar con la ocupación
extranjera y conformar un marco de convivencia nacional, democrático o no pero
aceptable para las principales comunidades iraquíes.
La
acelerada descomposición política de los gobiernos de George W. Bush y Tony Blair
(alimentada en estos días por la publicación de evidencias de que en Irak la
tortura no es una excepción, sino parte de los procedimientos reglamentarios de
la ocupación militar) puede poner un final anticipado a las carreras políticas
de esos gobernantes y de muchos de sus subordinados, pero no necesariamente
implicará el fin de la ocupación del país árabe. Y si los grupos gobernantes en
Washington y Londres logran sobrevivir a la divulgación de su inmundicia moral
ello tampoco significaría la perpetuación en automático de la presencia militar
angloestadunidense en la vieja Mesopotamia. Y si en Irak se consolidan frentes
políticos y militares unitarios y articulados, vinculados con la solidaridad
internacional y dotados de programa y plataforma, eso no significará que han
ganado la guerra.
La
interacción de factores internos y externos en la circunstancia iraquí es, en
suma, mucho más complicada de lo que fue en los últimos tiempos del estado
racista de Pretoria, que era un régimen de colonialismo interno. La atrocidad
explícita de ese régimen generó, a lo largo del tiempo, un consenso mundial en
su contra. La ocupación de Irak todavía es vista, en gobiernos, organismos y
sectores occidentales de opinión pública, como algo dotado de cierta legitimidad.
Es impresionante, por ejemplo, la benevolencia, la timidez y la hipocresía con
que la Cruz Roja Internacional consignó, en el informe que hizo llegar en
secreto a los gobiernos de Washington y Londres, juzgó las atrocidades
perpetradas por los ocupantes en las cárceles iraquíes, en donde, dijo
educadamente el organismo internacional, “las personas privadas de la libertad
enfrentan riesgos de ser sometidas a procesos de coacción física y psicológica,
en algunos casos equivalente a la tortura”.
La Cruz
Roja pudo haber dicho, simplemente, lo que sus representantes observaron --que
los carceleros ocupantes torturaban regularmente a los detenidos-- y pudo
hacerlo público de inmediato. Con ello habría contribuido a abreviar el
sufrimiento de los humillados, atormentados y ejecutados. Pero la gazmoñería
ilustrada en las contorsiones verbales del organismo humanitario es ilustrativa
de muchas conductas occidentales ante el drama iraquí. Cuando se despejen los
relativismos, las complacencias y la aventura bélica de estadunidenses e
ingleses en Irak sea universalmente reconocida como un simple y llano acto de
barbarie, podrá seguirse, en el país árabe, un camino semejante al de la
transición sudafricana. Sería maravilloso que fuera pronto y que Mandela
pudiera presenciarlo.
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