18.5.04

La plaza Rabin


El sábado en la tarde emergió la cara humana de Israel, sepultada durante cuatro años por la propaganda chovinista del gobierno criminal de Ariel Sharon, por el baño de sangre en curso y por el proyecto alquímico de convertir el Estado Palestino en una jaula nacional. En ese lapso la escalada de violencia alimentada por la oficina del primer ministro y por los grupos terroristas palestinos causó en ambos bandos más destrozos humanos, materiales y morales, que las guerras previas árabe-israelíes. Uno de los saldos más desoladores fue el aislamiento, la marginación y hasta la satanización, en sus respectivas sociedades, de los palestinos y los israelíes que se oponen a la barbarie doble: los atentados suicidas en autobuses repletos de civiles y los bombardeos aéreos contra edificios también repletos de civiles. La ultraderecha israelí asesinó a Yitzhak Rabin, el artífice de la paz; se adueñó del poder y luego destruyó la poca infraestructura institucional palestina que funcionaba como muro de contención al terrorismo desbocado.

Los halcones de Tel Aviv pensaron que de esa forma garantizaban el combustible para una duración indefinida de la violencia que les permitiría, a su vez, perpetuarse en el poder. Pero el año pasado Sharon se dio cuenta de lo que algunos funcionarios estadunidenses empiezan a intuir ahora en el escenario de Irak: que ni siquiera una superioridad militar absoluta y aplastante asegura la victoria de los ocupantes en un territorio resuelto a la soberanía y la independencia. El régimen del Likud ideó, entonces, un “plan de separación unilateral” para dejar un bantustán --bardeado y cercado-- de población palestina en Gaza y robarse una buena parte del territorio cisjordano. Por supuesto, esa salida, que los actuales gobernantes israelíes imaginaron como la solución final al conflicto, multiplicó la exasperación de los sojuzgados, suscitó el rechazo de los colonos judíos en Gaza, quienes rechazaron cualquier propuesta de ser desalojados y reubicados, y provocó una fractura en el partido gobernante, en cuyas filas se rechazó mayoritariamente el plan.

Ahora, cuando resulta claro que Sharon y su gobierno sólo pueden ofrecer a sus compatriotas más sangre, destrucción y degradación moral, Yitzhak Rabin resucitó en cientos de miles de personas en la plaza que lleva su nombre y en la que fue sacrificado, hace nueve años, por un judío que se oponía a la paz. Allí se dieron cita los dirigentes históricos del laborismo, los padres de los soldados abatidos por la resistencia palestina, los miembros del partido progresista Yahad y los de Paz Ahora, así como altos mandos en retiro del ejército y hasta likudistas partidarios de la descolonización de Gaza. Peres señaló, atinadamente, que la manifestación no era el retrato de la izquierda, sino de la nueva mayoría israelí, una mayoría que no apoya la “separación unilateral” de Sharon, moral y humanamente inviable, sino que respalda el inmediato retiro de Gaza y la reanudación del diálogo con la Autoridad Nacional Palestina.

Ese mismo sábado, en distintas ciudades árabes, miles de palestinos conmemoraron el Día de la Catástrofe (Nakba), el establecimiento del Estado de Israel en el territorio del protectorado británico y el comienzo de la diáspora de millones de habitantes árabes. En esas manifestaciones se exigió el derecho de retorno de los desplazados y refugiados y de sus descendientes, así como la restitución de sus casas y tierras.

Tarde o temprano tendrán que darse la mano los israelíes de la Plaza Rabin y los exiliados que ese mismo día blandían las llaves de sus casas confiscadas. El derecho de Israel a la existencia y a la seguridad no puede pasar por la legalización del despojo y la expulsión. La seguridad israelí no descansa en los helicópteros, los aviones, los tanques y las armas nucleares, sino en la paz con sus vecinos árabes y palestinos y en la convivencia, dentro del propio Israel, de judíos y árabes. Ambos pueblos han pasado por la circunstancia desesperada de aferrarse a una llave ancestral. Las manifestaciones palestinas del sábado recuerdan el soneto de Borges dedicado a los sefardíes:

Abarbanel, Farías o Pinedo,/ arrojados de España por impía/ persecución, conservan todavía/ la llave de una casa de Toledo./ Libres ahora de esperanza y miedo,/ miran la llave al declinar el día;/ en el bronce hay ayeres, lejanía,/ cansado brillo y sufrimiento quedo./ Hoy que su puerta es polvo, el instrumento/ es cifra de la diáspora y del viento,/ afín a esa otra llave del santuario/ que alguien lanzó al azul cuando el romano/ acometió con fuego temerario,/ y que en el cielo recibió una mano.

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