Kenton-on-Sea es un pequeño balneario situado en la
provincia sudafricana de Eastern Cape, a 30 minutos de la localidad de
Grahamstown, donde la franja costera septentrional del continente africano da
la vuelta, deja de mirar el Atlántico y se adentra en el Océano Índico.
Preocupadas por mantener la viabilidad de ese pequeño paraíso, las autoridades
de la zona han procurado mantenerla a salvo de la elevada criminalidad que
azota al país, para lo cual mantienen vigilancia permanente con guardias de
seguridad. También tranquilizan a los turistas potenciales con el anuncio de
que la región ha sido declarada libre de paludismo. Kenton-on-Sea tiene
población fija de 800 habitantes y gracias al ecoturismo ha ido hallando su
lugar en la economía de este mundo.
El pequeño poblado marítimo fue mencionado ayer en los
diarios del mundo por un crimen ocurrido en una cancha de futbol del pueblo. La
noticia no fue destacada ni siquiera en las páginas de los periódicos de
Sudáfrica, donde ocurrió el episodio, y menos aún en la prensa internacional.
Tabelo Timse, de Independent
News & Media, contó la historia más o menos así: en el segundo tiempo
de un encuentro amistoso entre los equipos de los municipios de Ekuphumleni y
Marcelle, el árbitro mostró la tarjeta amarilla a uno de los jugadores del
segundo. El técnico del equipo se introdujo a la cancha, furioso, para
impugnarle su decisión al silbante. El director de la otra escuadra también se
apersonó en el sitio para defender su causa. Como la discusión arreciaba y
empezaban los manotazos, el árbitro se sintió amenazado, sacó de entre sus
ropas una pistola y disparó un proyectil que atravesó la mano del jugador
sancionado, luego atravesó la del técnico del Ekuphumleni y acabó
incrustándosele en el pecho al director del Marcelle, quien murió en el acto.
Esa fue, al menos, la explicación que ofreció el jefe de
policía de Grahamstown, Mali Govender. El silbante huyó de la cancha, brincó la
barda del estadio y hasta ayer no se tenía noticia de su paradero. La
Asociación de Futbol de Sudáfrica (Safa, por sus siglas en inglés) emitió un
boletín redactado a toda velocidad para deplorar los hechos, e informar que el
árbitro asesino --cuyo nombre no pude encontrar en ninguna de las fuentes
consultadas—“no era un funcionario cualificado, sino un espectador a quien el
organizador le pidió que llevara el partido”, y que el encuentro de
Kenton-on-Sea había tenido carácter “extraoficial” y “ajeno a las estructuras”
del organismo. Sin embargo, a decir de Tabelo Timse, se trataba de unos cuartos
de final en un torneo.
Es posible entender la consternación de la Safa, toda vez
que Sudáfrica habrá de ser anfitrión de la Copa del Mundo dentro de seis años.
Se entiende, también, la rabia de un jugador y de un equipo sancionados, así
como la impotencia pánica de un árbitro que ve que se le viene encima toda una
bancada. El problema es que este episodio ocurrido el domingo en un remoto
pueblo de Sudáfrica pone en duda la premisa fundamental del combate singular,
ese mecanismo simbólico inventado en tiempos remotos para evitar miles de
muertes inútiles: con dos ejércitos frente a frente, y dispuestos a
descuartizarse, los comandantes de ambos elegían a sus dos guerreros más
feroces para que pelearan entre sí y resolvieran, en un duelo de uno a uno, lo que,
de otra forma, habría requerido de una carnicería. Las competencias
científicas, tecnológicas y deportivas tomaron posteriormente el sitio de los
gladiadores. En su libro The Right Stuff, Tom Wolfe
asegura que la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética
contribuyó a disipar la energía contenida de la guerra
fría y
ayudó, de esa forma, a evitar que la confrontación bipolar desembocara en una
sopa planetaria de hongos atómicos. En todo caso, la forma más clara y aceptada
de combate singular son las elecciones, donde basta demostrar una fuerza
numérica superior a la del adversario para convencerlo, por las buenas, de que
decline sus aspiraciones de poder.
Pero ahora, el combate singular parece regresar a sus
orígenes en la violencia, y el partido de Kenton-on-Sea no es el único dato en
este sentido. Hay que pensar también en el fenómeno hooligan y en
las crecientes concentraciones de dinero puestas en juego en cada partido. Los
protagonistas de ese otro desafío no matan por arrebato, pero sí corrompen de
manera calculada. Por su parte, los árbitros políticos nacionales, es decir,
los gobiernos, se pasean armados hasta los dientes y con frecuencia no resisten
la tentación de jalar el gatillo, por más que la medida no hubiese sido
estrictamente necesaria. Tal vez el réferi sudafricano de esta historia no haya
hecho más que representar, o traer a la superficie, una realidad profunda.
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