El
edificio conocido popularmente como El Arco, en las afueras de La Haya, está en
grave peligro. Ocurre que allí se encuentra instalada, en forma provisional, la
Corte Penal Internacional (CPI), y que el gobierno israelí, que preside Ariel
Sharon, ha encontrado indicios de que esa institución internacional patrocina
los atentados terroristas. Tal revelación fue manifestada el domingo, tras un
ataque dinamitero en Tel Aviv, en el que murió una mujer y 10 personas
resultaron heridas. Si el gobernante es congruente con lo que dice, pronto
veremos las líneas audaces y futuristas de El Arco sucumbir a un ataque de
helicópteros Apache y cazabombarderos F-16 de la
fuerza aérea israelí. ¿Se abstendrá Sharon de ordenar el asalto aéreo en
consideración al detalle de que la CPI está situada en Holanda y no en Siria o
Cisjordania? ¿Podrán más las consideraciones diplomáticas y pragmáticas que “el
sagrado derecho de combatir el terrorismo”? (Vamos, Arik, tú nunca has sido
cobarde ni has tenido reservas para agredir a la ONU cuando ha hecho falta;
dales una lección a esos magistrados hipócritas (y seguramente antisemitas, sí)
y envía unos misiles a las ventanas de sus oficinas. Y ni te preocupes por las
represalias: a final de cuentas, si las cosas se ponen feas, tú tienes bombas
atómicas y Holanda no podría responderte más que con quesos de bola y
tulipanes. ¡Atácalos, Arik!)
En
realidad lo que hizo la CPI fue emitir, el viernes pasado, una resolución en la
que ordena a las autoridades de Tel Aviv desmantelar el muro con el que Sharon
pretende enjaular a los palestinos y robarles la mitad de Cisjordania. Esa
posición es respaldada por la gran mayoría de los gobiernos y de las sociedades
del mundo. En octubre del año pasado, en la Asamblea General de la ONU se
aprobó en forma abrumadora (144 votos en favor, cuatro en contra y 12
abstenciones) una resolución que insta al Estado judío a detener la edificación
de esa obra “contraria al derecho internacional” y a derribar los tramos ya
construidos. El secretario general de la ONU, Kofi Annan, ha instado a las
autoridades iraelíes a acatar ese señalamiento de justicia elemental y hasta de
sentido común. En respuesta, la diplomacia de Tel Aviv ha echado mano de una
retórica de cuadrilátero. “Farsa humillante” que produce “horror e incredulidad”,
llamó el embajador israelí ante la ONU a la resolución referida. “Bofetada
contra el sagrado derecho de combatir el terrorismo”, dijo Sharon del reciente
fallo de la CPI.
El
gobierno de Israel se ha abstenido, hasta ahora, de criticar las resoluciones
de su propia Corte Suprema de Justicia, que le ordenan rediseñar el trazado de
una obra “defensiva” y “no violenta”, según los halcones de
Tel Aviv, pero que destruye pueblos y comunidades palestinas. Los casos de las
localidades de Dir Balut y Raafat, presentados ante la Suprema Corte por
organizaciones israelíes de derechos humanos, son ejemplares: la cerca
incomunica esas aldeas de sus tierras de cultivo, de su centro administrativo
(Salfit), de sus cementerios, de sus basureros y de los pozos de agua que
utiliza la población.
(¿Por
qué no planificas el asesinato de unos cuantos magistrados, Arik? Si ya un
compinche ideológico tuyo te señaló el camino, el 4 de noviembre de 1995, ¿por
qué no acabas con esos jueces blandengues que se apiadan de unas cuantas
familias terroristas y ponen en peligro la seguridad de los israelíes? ¡Acábalos,
Arik!)
Por
supuesto, la erección del muro (y las raterías de territorio y demás abusos que
conlleva) no acabará con los atentados terroristas ni los detendrá. Por el
contrario, agregará un nuevo factor a los rencores históricos palestinos y
servirá de instrumento de reclutamiento y propaganda para los grupos
terroristas más intransigentes. Porque el muro es la proyección fiel del
pensamiento de Sharon, quien, como recuerda Avi Shlaim, considera que
Cisjordania es parte integral de Israel y que los habitantes palestinos de ese
territorio son, en consecuencia, intrusos y forasteros de los que hay que
deshacerse (¡Despedázalos, Arik!). A corto plazo, esa forma de pensar es muy
peligrosa para los palestinos, claro, pero a mediano y largo plazos resultará
fatal para los ciudadanos israelíes, quienes, por cierto, tienen la solución al
alcance de sus manos: enviar al basurero político a sus propios halcones y
optar por una convivencia pacífica, digna y justa con todos sus vecinos árabes.
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