El término presidio tiene dos acepciones que podrían parecer
contrapuestas pero que no lo son tanto: sirve para decir cárcel o pena de ella,
es decir, encierro de individuos peligrosos, pero denota también plaza fuerte,
bastión o fortaleza, sitio para guarecerse de potenciales agresores. Las
nociones de muro, de jaula, de feudo, gueto o bantustán, alientan buena parte
de la conducta humana en tiempos de peligro. Los instintos gregarios de la
especie son violentados por la obsesión de encerrar, de encerrarse, de ponerse
a salvo.
El máximo constructor de paredes del momento es el gobierno
de Estados Unidos, obsesionado con la idea de impedir la entrada a su paraíso
de los sospechosos y los malvados, o de plano confinarlos en pudrideros como
Guantánamo, Abu Ghraib o cualquiera de los centros regulares de reclusión
dentro de territorio estadunidense, donde se encuentra la mayor población
penitenciaria, en términos relativos y absolutos, del mundo: dos millones de
presos, más de siete por cada mil habitantes, en general, y casi tres de cada
cien negros. Pero esas cifras de los que viven bajo encierro no incluyen a los
infelices que se amurallaron a sí mismos como medida de protección y viven en
el ostentoso infierno de los circuitos cerrados de televisión, los guardias
privados, las puertas blindadas de tecnología digital y los purificadores y
desinfectantes de aire, ni a los que acondicionaron los sótanos de sus casas
como refugio inexpugnable ante cualquier catástrofe humana o material e
invierten una parte sustancial de sus ingresos en la adquisición y el
almacenamiento de latas de atún, rollos de papel de baño, botellas de agua
purificada, miras de visión nocturna y cartuchos de escopeta para enfrentar, a
piedra y lodo, a las hordas de nómadas salvajes que habrán de proliferar al día
siguiente del ántrax, el ciclón o el meteorito.
El gobierno y la sociedad del país vecino son el caso más
claro y lastimoso de ese síndrome de presidio, pero no el único. El gobierno
chino sigue empeñado en descubrir el círculo cuadrado de una Internet nacional
que no permita el acceso a los enlaces externos, porque podrían exponer a sus
ciudadanos al contagio de ideas sediciosas y modas decadentes. Ariel Sharon
persiste en la construcción de una jaula nacional para los palestinos y ahora
se le ha metido en la cabeza pregonar la “obligación” de los judíos que viven
en Francia de emigrar a Israel, dejando resbalar la insinuación absolutamente
malévola y malintencionada de que sobre la amenaza de un nuevo exterminio se
cierne sobre los hebreos franceses. Con todo y su atrocidad criminal, el
atentado perpetrado hace diez años en Buenos Aires contra la sede de la
Asociación de Mutuales Israelitas Argentinas, en el que murieron 85 personas y
resultaron heridas más de 200, no fue tomado por nadie como pretexto para
exhortar a la emigración de los judíos argentinos.
Cada vez que la delincuencia común enseña las garras, los
residentes de los barrios de clase media y alta de la ciudad de México cierran
las calles al tránsito y erigen garitas con guardias privados que se sienten
agentes migratorios. Con mayor justificación, las niñas, las mujeres y las
ancianas que han sido víctimas de violaciones tumultuarias y fracturas de
extremidades por integrantes de los grupos armados que operan en Darfur, en el
oeste de Sudán, de seguro se lamentan de no haber tenido un muro que las
protegiera de la barbarie, o al menos de cierto interés en su tragedia por
parte de los gobernantes occidentales, siempre tan dispuestos a descubrir
factores de riesgo en el escenario internacional. Y los ciudadanos iraquíes
diezmados por unos bárbaros llegados de Occidente seguramente lamentan que sus
dispositivos de defensa no hayan sido capaces de detener el avance de los
invasores.
Ahora que en todo el mundo se fortalece la obsesión por el
encierro, pienso en esas zonas históricas y geográficas de convivencia y
florecimiento más o menos civilizado de las diferencias que se llaman Toledo y
Nueva York, y me pregunto qué se requiere para extenderlas y hacerlas
perdurables. El muro para encerrar y el muro para encerrarse, el muro de
concreto y el muro electrónico, son un intento radical de evitar los problemas
inherentes a la convivencia por la vía de suprimir la convivencia misma. Pero
no hay pared lo suficientemente alta y ancha que pueda detener el tránsito de
los susurros, los gritos, los microbios, las piedras, los obuses y los misiles
y por eso, a la larga, los feudos, los guetos y las cárceles no sirven para un
carajo.
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