Uno de los actos de sadismo que cometí en la infancia fue poner a uno que era más mi amigo que mi primo ante una disyuntiva desgarradora: “Si te comes un pedacito de caca te regalo mi radio portátil”, le dije, llevado por un afán precoz de observar a un ser humano en una circunstancia límite, cómica y angustiosa, en una encrucijada entre la ambición y el asco, y ante la frontera de un terreno prohibido, todo eso a un tiempo. Para mi desdicha y la suya, y tras varios minutos de regateo por los términos del pacto (deglución o mera masticación, dimensiones y procedencia de la ingesta, tiempo de la degustación), mi compinche aceptó el desafío.
Pagué mi morbo con un aparato que para los niños de entonces era valiosísimo, algo así, supongo, como una consola de videojuegos en la actualidad. Él permaneció varios días en un peculiar estado de zozobra, asaltado por náuseas súbitas y terribles ramalazos de memoria olfativa.
Ambos andábamos por los 9 años y en un tiempo no muy largo nos perdimos el uno al otro. De algún modo supimos que habíamos estirado demasiado la liga de complicidad que nos unía y que habíamos traspasado los límites de lo embarazoso. De seguro él empezó a verme como un testigo indeseable de su humillación y tal vez yo lo percibí, desde entonces, como un recordatorio viviente de mi despotismo. El distanciamiento resultó inevitable y ya no supe si alguna vez escuchó música o transmisiones futboleras en aquel aparato de transistores.
Ahora me pregunto qué de bueno sacan los que organizan y los que observan y los que protagonizan ceremoniales de degradación y daño como esos que la idiotez televisiva ha puesto muy de moda, precisamente en la línea de la carrera de San Petersburgo en la que un centenar de muchachas se afanaron en pasar por un rompedero de huesos y por un reventadero de cartílagos para que una de ellas recibiera dos mil dólares de vales de una tienda cualquiera.
Cuando me entero de esta clase de actividades evoco el día en que un amigo de la infancia y yo comimos mierda (no llegué a probar la física, pero no podía saber mucho peor que la espiritual, de la cual consumí una ración muy generosa) y siento una gran piedad por ambos, y una enorme vergüenza.
6 comentarios:
por el momento: muy buen texto.
ya regreseré para comentar como-se-debe.
abrazo.
Bienvenido, Adrián.
Eres un sádico!
La anécdota es muy buena. Y no has cambiando mucho, puesto que escogiste una foto donde la chica cae! (ja!, no es cierto)
saludos
sí que le gustaba la radio a tu primo eh!
jeje
ha sido un placer leeerte, veras, casualmente en una charla de sobremesa donde yo mostraba mi indignación ante el hecho de que las tv programen basura y la gente la consuma, me dijeron que no era para tanto, que lo importante eran otras cosas, como por ejemplo, luchar contra el hambre, pensé ¿pero como se va acabar el hambre en el mundo? si hay tantos capaces de disfrutar observando ceremoniales de degradación y daño como bien has dicho.
Tal vez ni siquiera era eso, Eva.
Bueno, Be, además resulta que el hambre y la destrucción se han convertido en parte del reality show planetario, y que --no digo que sea intencional, pero así funciona-- los consorcios televisivos hacen ganancias formidables transmitiendo Darfur, Bagdad, Gaza... Que son, a fin de cuentas, los peores de los peores de esos ceremoniales.
Publicar un comentario