El almero Tomás tenía poco tiempo de habitar en su nuevo cuerpo cuando aquella muchacha teúl llegó al pueblo. Estaba investigando una antigua leyenda sobre la práctica del envasado y la conservación de almas, y Tomás se alarmó. Decidió que lo mejor sería tenerla cerca, y le ofreció hospedaje en su casa por medio de una anciana del poblado que hizo de intermediaria.
–Dice el señor Tomás que vivas en su casa el tiempo que vayas a estar.
Cuando la fuereña desapareció en forma súbita, el maya intuyó que se había llevado algo con ella, revisó sus almarios y percibió de inmediato la falta de uno de los objetos allí almacenados: ¡el alma de Cortés!
Muchos saberes había acumulado Tomás en cinco siglos de vida intermitente; los necesarios, en todo caso, para rastrear con toda la paciencia el paradero de la muchacha y del frasco robado. Pero no quiso partir en su búsqueda en ese momento porque su cuerpo estaba viejo y gastado. Esperó a morir una vez más y a conseguir un organismo capaz de resistir las incertidumbres del viaje, y un día, con un organismo aceptable, lo emprendió, acompañado por Garcí.
–¿Y a usted qué le pasa, colega?
–Na... nada... –respondió ella, mientras luchaba por recobrar el dominio de sí misma.
Con su desparpajo habitual, Manuel decidió tomar el asunto a la chacota:
–Oiga, doctora, ¿A poco le molesta que Jacinta tenga novio? No me va a salir a estas alturas con que...
Para sorpresa del viejo, su interlocutora no respondió a la puya con una nueva expresión agria, sino con una carcajada, la primera que le escuchaba en muchos años.
–¡Ay, Manuel, qué cosas se le ocurren! –dijo ella, cuando paró de reír–. Mire, mejor vamos a buscar un cafecito, nos despejamos un poco, y después nos ponemos a trabajar en lo que llega Jacinta. Quiero ver esas como hélices que halló usted.
El aludido captó la mención de Jacinta por su nombre, y no con expresiones como “esa muchacha” o “su arqueóloga”, como un nuevo signo anomalo, y se sintió intrigado, pero aceptó la sugerencia.
Conforme avanzaba en la comprensión de esas lógicas extrañas, consolidó su identificación con las mujeres y al cabo de unos años se olvidó de su cuerpo de hombre y empezaron a resbalarle las burlas de la sociedad. Asumió como un sino inevitable los ciclos de destrucción y reconstrucción afectiva que habrían de acompañar, en lo sucesivo, sus relaciones con hombres siempre vergonzantes que aceptaban tener sexo con ella a condición de que la máscara de su hombría no se abollara en la aventura.
Rufina aprendió algo más: por nada del mundo podía permitirse el lujo de necesitar a ninguno de sus compañeros sexuales. Si había que pagar por el encuentro, fuese en forma sutil o de manera abierta, ella sería la que haría el pago.
Constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma...
Había sido dueño de un fino sentido del cálculo y de la oportunidad, y ello le valió el ser considerado, por algunos, como visionario; había sido audaz, y con ello se había hecho pasar por valiente; había sido cruel, y lo consideraron riguroso. Había sido indolente y torpe, y con ello se hizo fama de desinteresado y genuino. Su vida había sido una vasta impostura, y todas sus conquistas, incluida la gloria, se disolvieron en una nada grisácea en la que flotaban jirones de recuerdos, dolores fragmentados, astillas de soberbia y, de pronto, aunque en su niebla no existiera el tiempo, había aparecido una noción de vaciamiento parecida al pánico.
De camino al puesto donde vendían un café horrible en vasos de unicel, Manuel confirmó el cambio experimentado por la doctora Contreras: en forma insólita, ésta lo miraba a los ojos al hablar, sonreía y en algún momento, para enfatizar una expresión verbal, le dio unos golpecitos en el antebrazo; ¡ella, la que hasta entonces se crispaba con la simple cercanía física! Pero el científico no fue capaz de escudriñar los razones de aquella mudanza.
Al volver al laboratorio, ambos se concentraron en ponderar las implicaciones de aquel dato curioso descubierto horas antes por Manuel: lo que se encontraba dentro del frasco, fuera lo que fuera, poseía unas ramificaciones, o seudópodos, o lo que fueran, pero que se asemejaban, por su estructura, a un rulo de ADN.
En el último tramo del trayecto del aeropuerto a la casa de Eduviges, Jacinta hubo de dar indicaciones al taxista y eso le otorgó a Andrés una tregua. En el vehículo, y en medio de un embotellamiento, Jacinta se había atrevido nada menos que a proponerle matrimonio, con un desenfado tal como quien ofrece un chicle al pasajero de junto. Cuando enfilaron por la pequeña calle y divisaron la casa, vieron que había tres hombres parados frente a la puerta. Jacinta se alarmó y gritó:
–¡Mi mamá! ¡Algo le pasó!
No esperó a que el taxi terminara de frenar. Se bajó atolondradamente, se enredó en la correa de su bolsa de mano, trastabilló y estuvo a punto de caer, pero uno de los desconocidos se acercó a ella con rapidez y la detuvo antes de que llegara al suelo.