La semana pasada, cuando hurgaba en el tema de la
decapitación, no hallé ninguna circunstancia en la que la práctica pudiera
justificarse. Dudé ante la ceremonia de inauguración de la modernidad
racionalista, marcada por las segmentaciones de los pescuezos reales de Luis
Capeto y su señora esposa, María Antonieta de Habsburgo. Para las masas
plebeyas erigidas en autoridad, el regicidio fue un acto de maduración social
irrevocable, equivalente al asesinato edípico del padre, que se volvió mensaje
libertario de alcance universal. “No voy a creer en la República en tanto la
cabeza de Luis permanezca sobre sus hombros”, decía Marat. Hasta el 21 de enero
de 1793, en efecto, los revolucionarios franceses no eran tomados muy en serio
por los regímenes monárquicos que los rodeaban. Pero ese día, a las 10:22 de la
mañana, en la actualmente llamada Plaza de la Concordia, los asistentes a la
ejecución se pringaron unos a otros con la sangre del rey decapitado, en un
ritual de bautismo ciudadano, y 10 meses más tarde repitieron el ceremonial con
la odiada reina, sentenciada en Billaud-Varenne en un proceso infame que
avergonzó hasta a los más radicales dirigentes jacobinos. El asunto plantea un
problema moral de solución difícil, porque ningún organismo contemporáneo de
derechos humanos aprobaría las ejecuciones de Luis y María Antonieta, pero sin
ese brutal parteaguas histórico probablemente no dispondríamos hoy de comités
de derechos humanos. Qué lío.
En México fueron necesarios dos regicidios (el de Agustín de
Iturbide, en 1824, y el de Maximiliano de Habsburgo, en 1867) para dar carácter
definitivo al régimen de República, y es bueno recordarlo ahora que la disputa
entre monárquicos y republicanos pareciera haberse vuelto tan insustancial, en
términos políticos e históricos, como un partido entre dos equipos de futbol.
A primera vista las casas reales de hoy son aparatos
ornamentales que resuelven la vida de unos cuantos zánganos sin afectar
significativamente al resto de la sociedad. El conflicto entre monarquía y
democracia fue resuelto por los ingleses y por la propia Revolución Francesa,
que transitó por un breve lapso de monarquía constitucional. Dos antecesores de
Juan Carlos de Borbón --Amadeo I y Alfonso XIII-- se quitaron la corona y se
bajaron corriendo del trono en cuanto soplaron vientos republicanos. El
regicidio dejó de ser práctica de regímenes revolucionarios para convertirse en
deporte de alto riesgo de anarquistas iluminados. Pero el proceso de
restauración que se inició en España el 17 de julio de 1936, con el alzamiento
de Emilio Mola y Francisco Franco, y culminó el 22 de noviembre de 1975 con la
coronación del actual monarca, fue una historia de atrocidades típica del siglo
XX: un genocidio con ejecuciones masivas y sumarias, ciudades arrasadas con
todo y sus habitantes por la aviación nazi, bibliotecas incendiadas, destinos
truncados y amores que no pudieron ser. Se ha insistido mucho en el papel
positivo del rey en la aprobación de la constitución democrática de 1978 y su
intervención decisiva para frustrar la sublevación militar de 23 de febrero de
1981. Pero casi no se menciona que el actual monarca fungió en dos ocasiones
como jefe interino del Estado franquista (de julio a septiembre de 1974 y en
noviembre de 1975) ni se habla mucho del costo humano que tuvo, para los
pueblos de la península, la horrenda historia de su llegada al trono de la
España democrática, construida sobre los cementerios clandestinos, las cámaras
de tortura y los campos de exterminio del franquismo.
La mayoría de los combatientes republicanos cayeron en
combate, fueron cazados y asesinados tras la caída de la República o se
pudrieron en las cárceles de Franco. Unos pocos han logrado sobrevivir al
exterminio, la persecución, la soledad y la vejez. Muchos de los adultos que
marcharon al exilio descansan ya en cementerios lejanos; los que salieron niños
hoy son abuelos. Los vivos, los muertos y las personas de distintas
generaciones y países que tienen a la República como recuerdo entrañable
proyectado al futuro, han logrado una floración lenta y aún incipiente del
pensar republicano en la España de nuestros días. Hay indicios de declinación
de la Casa Real entre las simpatías sociales. El jaque al rey ha dejado de ser
inconcebible. Ojalá que en unos años los republicanos vivos puedan dar a sus
muertos la dulce noticia del fin de la monarquía, y quiera el cielo que el
reinado de Juan Carlos I de Borbón, rey de España por la gracia de Franco, de
la desmemoria y de la desvergüenza, no termine con una decapitación sino, a lo
sumo, con una patada en el trasero.