En las últimas horas del sábado vi cómo Aquiles Pitt
amarraba a su carro el cadáver de Héctor Bana y se lo llevaba, arrastrando,
hasta su campamento lleno de mirmidones, donde lo espera el cuerpo de su amado
Patroclo. A primera vista la película no es más que una puñalada hollywoodense
a la epopeya homérica, pero luego uno cae en la cuenta que el viejo mendigo
ciego no se deja destruir, ni siquiera acuchillar, con facilidad, y que el
virus de la épica sobrevive incluso al paso por el autoclave esterilizador de
la industria cinematográfica. De todos modos, la escena reseñada queda muy por
debajo de la divina truculencia del rapsoda: “Para tratar ignominiosamente al
divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de ambos pies desde el tobillo
hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y lo ató al carro, de modo
que la cabeza fuese arrastrando... Gran polvareda levantaba el cadáver mientras
era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes
tan graciosa, se hundía toda en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los
enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran”.
Seis horas después de haber visto la película leí en el
diario que un comando de combatientes de Al Qaeda causó una carnicería en la
localidad petrolera saudí de Jobar, que los atacantes “ataron a un carro el
cadáver de un empleado británico de Apicorp, al que arrastraron al menos un par
de kilómetros, para después arrojarlo cerca de un puente”. Hace un par de meses
ocurrió una escena similar en la después martirizada Fallujah, en Irak, en
donde unos mercenarios estadunidenses fueron asesinados, quemados, arrastrados
de vehículos y colgados de un puente.
Ambas circunstancias están de cabeza con respecto de La
Ilíada, porque los cuerpos profanados no pertenecen a defensores sino a
invasores. Pero si uno quiere rascar paralelismos, está el caso de Udai y Qusai
Hussein, despedazados por la tropa estadunidense en Mosul hace poco menos de un
año. Tratando de esconder su brutalidad, los militares gringos dieron una
muestra temprana de su vulgaridad necrófila: maquillaron los cuerpos de los
hermanos con un tono rosa Barbie y los
exhibieron sobre camas de hielo, como se pone el pescado en el Superama, y en
el interior de un colorido salón inflable. Así lograron agraviar, de un solo
golpe, a la familia Hussein Al Tikrit, a la sociedad iraquí en su conjunto y al
decoro de la opinión pública del mundo que no sabía, pobrecita, las escenas de
horror que aún faltaba por ver en esta guerra de Bush contra los iraquíes. No
es que los hermanos asesinados fueran unos santos ni unos patriotas, ni podría
llevarse tan lejos la metáfora homérica como para compararlos con Héctor, quien
a fin de cuentas era un gran guerrero, o con Paris, quien a decir de la leyenda
era al menos un niño sumamente bonito. Tampoco viene al caso el imaginarse a
Saddam, por envejecido que esté, como una suerte de Príamo doliente.
Bush, en cambio, sí que se parece a Agamenón en lo
ambicioso, en lo mentiroso y en lo cobarde, así como en sus modales para
reclutar aliados. Un detalle, recogido por la más reciente edición de Time,
lo retrata además en su plena mediocridad: conserva, en un marco, la pistola
que le fue confiscada a Saddam en el momento de su captura, en diciembre
pasado. A decir de la revista, el arma fue colocada por su actual propietario
en el pequeño estudio adjunto a la Oficina Oval, “el mismo donde tuvieron lugar
algunos de los momentos más tórridos de la relación entre Bill Clinton y Monica
Lewinsky, y donde el presidente actual acumula objetos que le son de especial
valor sentimental”. Un visitante de la Casa Blanca citado por Time remacha
que a Bush “le gusta en verdad exhibir (la pistola)... Está verdaderamente
orgulloso de ella”.
(Allí donde tu antecesor daba su miembro a la succión pecaminosa
de una becaria, tú ostentas con alegría pueril el símbolo de la virilidad
amputada de tu enemigo. Si tuvieras el valor para mirarte en un espejo, Bush;
si fueras capaz de percibir cuán minúsculo ser humano eres, investido, sin
embargo, con poderes que sobrepasan tu propio entendimiento y que desafían la
aptitud de la especie humana para sobrevivir; si algún poeta ciego te
descubriera y te inmortalizara, y se regocijara describiéndote –“borracho, ojos
de perro y corazón de ciervo, que jamás te atreviste a tomar las armas con la
gente del pueblo para combatir”-- por boca de otros de sus personajes...)
La realidad es un poco triste, porque en este mundo no
existen los aquiles ni los héctores ni las andrómacas; porque estamos, en
cambio, rodeados de saddames, de bushes y de lynndies y porque hoy, cuando uno
oye “troyanos”, piensa más bien en virus informáticos y en condones. Y para
colmo, dicho sea con todo respeto a Jean Giraudoux, q.e.p.d., en estos tiempos
la guerra de Troya está teniendo lugar.
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