1.6.04

Troya, Jobar, Mosul


En las últimas horas del sábado vi cómo Aquiles Pitt amarraba a su carro el cadáver de Héctor Bana y se lo llevaba, arrastrando, hasta su campamento lleno de mirmidones, donde lo espera el cuerpo de su amado Patroclo. A primera vista la película no es más que una puñalada hollywoodense a la epopeya homérica, pero luego uno cae en la cuenta que el viejo mendigo ciego no se deja destruir, ni siquiera acuchillar, con facilidad, y que el virus de la épica sobrevive incluso al paso por el autoclave esterilizador de la industria cinematográfica. De todos modos, la escena reseñada queda muy por debajo de la divina truculencia del rapsoda: “Para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y lo ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando... Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía toda en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran”.

Seis horas después de haber visto la película leí en el diario que un comando de combatientes de Al Qaeda causó una carnicería en la localidad petrolera saudí de Jobar, que los atacantes “ataron a un carro el cadáver de un empleado británico de Apicorp, al que arrastraron al menos un par de kilómetros, para después arrojarlo cerca de un puente”. Hace un par de meses ocurrió una escena similar en la después martirizada Fallujah, en Irak, en donde unos mercenarios estadunidenses fueron asesinados, quemados, arrastrados de vehículos y colgados de un puente.

Ambas circunstancias están de cabeza con respecto de La Ilíada, porque los cuerpos profanados no pertenecen a defensores sino a invasores. Pero si uno quiere rascar paralelismos, está el caso de Udai y Qusai Hussein, despedazados por la tropa estadunidense en Mosul hace poco menos de un año. Tratando de esconder su brutalidad, los militares gringos dieron una muestra temprana de su vulgaridad necrófila: maquillaron los cuerpos de los hermanos con un tono rosa Barbie y los exhibieron sobre camas de hielo, como se pone el pescado en el Superama, y en el interior de un colorido salón inflable. Así lograron agraviar, de un solo golpe, a la familia Hussein Al Tikrit, a la sociedad iraquí en su conjunto y al decoro de la opinión pública del mundo que no sabía, pobrecita, las escenas de horror que aún faltaba por ver en esta guerra de Bush contra los iraquíes. No es que los hermanos asesinados fueran unos santos ni unos patriotas, ni podría llevarse tan lejos la metáfora homérica como para compararlos con Héctor, quien a fin de cuentas era un gran guerrero, o con Paris, quien a decir de la leyenda era al menos un niño sumamente bonito. Tampoco viene al caso el imaginarse a Saddam, por envejecido que esté, como una suerte de Príamo doliente.

Bush, en cambio, sí que se parece a Agamenón en lo ambicioso, en lo mentiroso y en lo cobarde, así como en sus modales para reclutar aliados. Un detalle, recogido por la más reciente edición de Time, lo retrata además en su plena mediocridad: conserva, en un marco, la pistola que le fue confiscada a Saddam en el momento de su captura, en diciembre pasado. A decir de la revista, el arma fue colocada por su actual propietario en el pequeño estudio adjunto a la Oficina Oval, “el mismo donde tuvieron lugar algunos de los momentos más tórridos de la relación entre Bill Clinton y Monica Lewinsky, y donde el presidente actual acumula objetos que le son de especial valor sentimental”. Un visitante de la Casa Blanca citado por Time remacha que a Bush “le gusta en verdad exhibir (la pistola)... Está verdaderamente orgulloso de ella”.

(Allí donde tu antecesor daba su miembro a la succión pecaminosa de una becaria, tú ostentas con alegría pueril el símbolo de la virilidad amputada de tu enemigo. Si tuvieras el valor para mirarte en un espejo, Bush; si fueras capaz de percibir cuán minúsculo ser humano eres, investido, sin embargo, con poderes que sobrepasan tu propio entendimiento y que desafían la aptitud de la especie humana para sobrevivir; si algún poeta ciego te descubriera y te inmortalizara, y se regocijara describiéndote –“borracho, ojos de perro y corazón de ciervo, que jamás te atreviste a tomar las armas con la gente del pueblo para combatir”-- por boca de otros de sus personajes...)

La realidad es un poco triste, porque en este mundo no existen los aquiles ni los héctores ni las andrómacas; porque estamos, en cambio, rodeados de saddames, de bushes y de lynndies y porque hoy, cuando uno oye “troyanos”, piensa más bien en virus informáticos y en condones. Y para colmo, dicho sea con todo respeto a Jean Giraudoux, q.e.p.d., en estos tiempos la guerra de Troya está teniendo lugar.

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