Es tiempo de despedidas. El actor asesino Ronald Reagan se
fue de los brazos de Nancy y del aire de este mundo. Sus despojos fueron
transportados en una última gira triunfal de California a Washington y luego de
regreso. En esta era de dificultades nacionales había que extraer de su cadáver
hasta la última gota de sustancia: es que ese cuerpo corroído por el mal de
Alzheimer era el último depósito sustancial de grandeza
americana, entendida ésta en el sentido maniqueo de los comics. Lo que
llegó después de Reagan fue posclásico: guerras contra enemigos ínfimos y
débiles (como las que emprendió Bush padre en Panamá y en Irak), burbujas de
esperanza rotas, en el ámbito económico, y hasta intentos por comprender al
resto del mundo y el futuro (como los de Clinton y Gore), que causaron un
franco disgusto en los círculos conservadores. Ahora los políticos del país
vecino sobreviven en la incomodidad espiritual de saber que no hay en el mundo
un adversario verosímil y que, sin embargo, los gastos de defensa alcanzan un
nivel sin precedente y a todas luces excesivos: ¿Qué, para enviar torturadores
a un país remoto no bastarían unos pocos cientos de miles de dólares? ¿Hay algo
más que pueda diseñarse en las oficinas del Pentágono para restaurar el
rudimentario sentido de trascendencia que vinculaba a la sociedad de Estados
Unidos con las acciones de su gobierno?
Parece que el sobredimensionado duelo de Estado por el final
del organismo, que en algún momento se denominó Ronald Reagan, tiene un
componente de nostalgia no por él, sino por aquella época en que la humanidad
se dividía en bandos reconocibles y en la que éstos presentaban una relativa
simetría de medios bélicos. Aquello era sofocante --porque exigía tomas últimas
de partido-- y la muy real amenaza de la hecatombe nuclear nos tenía sudando
adrenalina. Sin embargo, para las estructuras espirituales débiles --Igor
Caruso dixit--, la ausencia casi total de
ambigüedades era como un regalo de los dioses, porque facilitaba enormemente
los trámites de identificación y rechazo ideológicos que son, en último
término, como se sabe, elección de afinidades afectivas. Para muchos, el
viejito de la Casa Blanca era, en ese entorno, un asesino mucho más cercano y
hasta entrañable que la hierática y misteriosa sucesión de momias parlantes que
se sucedieron en el Kremlin por esos años y que, en el balance provisional de
2004, tienen mucho menos peso histórico que el símbolo Reagan. En Rusia nadie
se toma la molestia de organizar homenajes a la memoria de Leonid Brezhnev,
Yuri Andropov o Constantin Chernenko. Es más sencillo y directo, en todo caso,
venerar a Stalin, como lo hacen todavía algunas reliquias cargadas de medallas.
El suspiro manriquiano por la disolución final de Reagan --toda
guerra pasada fue mejor-- no necesariamente pasa por un contraste de
personalidades o capacidades. Tal vez Reagan no haya sido menos tonto que el actual
presidente de Estados Unidos, pero su disposición a achicharrar el planeta con
tal de erradicar el comunismo parecía auténtica. A final de cuentas, el actor
retirado no fue más arrasador que el hijo de papi que hoy vive en la Casa
Blanca, pero su figura imponía miedo y odio entre los adversarios del poder
global estadunidense. Bush hijo, en cambio, es exasperante, pero también da un
poco de lástima. Se ha convertido en criminal de guerra casi sin darse cuenta,
movido por una mezcla de consignas de biblia motelera con intereses monetarios
de los amigos de su padre. Los enemigos que inventa no se los cree nadie. A
ojos de buena parte de los estadunidenses, Reagan acabó con el imperio
del mal sin
emprender guerras frontales, y al costo --despreciable, diría cualquier
poseedor de una gasolinera de California-- de unos miles de muertos
centroamericanos y árabes. El pequeño Bush, aplicando todo el poder bélico
estadunidense, no ha logrado terminar con la resistencia de los afganos y de
los iraquíes.
El cadáver de Reagan fue expuesto a la nostalgia de sus
conciudadanos con tal intensidad, que en ese ataúd no ha de quedar más que un
puñado de polvo exhausto. Había que aprovechar al máximo su figura de héroe
asesino, porque ya no los hacen como antes.
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