22.6.04

Cortar cabezas


En las fotos divulgadas por los medios, el cadáver del ingeniero Paul Marshall Johnson, empleado de Lokheed-Martin, estaba seccionado en dos partes. Sus asesinos, también fallecidos, unos muchachos sauditas reclutados por Al Qaeda, hicieron con el especialista estadunidense algo muy parecido a lo que sus compinches de Irak con el joven empresario Nick Berg, hace seis semanas. Esas historias atroces no son sólo cosa de árabes fanáticos ni mero entretenimiento de tribus liberianas; en realidad, el deporte de la decapitación es una constante cultural tan extendida en el tiempo y el espacio que podría tomársele como un motivo de fraternidad entre los pueblos. Entre las más célebres referencias de la antigüedad a esta forma del arte --aunque no las primeras-- están la historia deuterocanónica de Judith, la lideresa samaritana que emborrachó y decapitó al comandante asirio Holofernes, y el episodio del Nuevo Testamento en el que Salomé, deseosa de complacer a su madre, baila una danza sensual frente a Herodes para convencerlo de que le sirva en un plato la cabeza de Juan El Bautista. Es improbable que los protagonistas de esas narraciones bíblicas hayan tenido el propósito consciente de hermanar la tradición judeocristiana con los romanos, los mesoamericanos, los jíbaros, los chinos y demás cortadores de cabezas de antaño. En todo caso, la práctica fue retomada, entre muchos otros, por los guerreros japoneses, los cruzados y las dinastías inglesas, tan aficionadas a seccionar el pescuezo de sus rivales.

A partir de los siglos XII y XIII, en Alemania, Holanda y Nápoles, empezó a usarse un instrumento de decapitación conocido como mannaia, y del cual derivaron el halifax gibbet de Inglaterra y el maiden de Escocia. El Siglo de las Luces, con sus enciclopedias y sus filósofos, desembocó en una guillotina reluciente y muy productiva, especialmente diseñada para imponer la luz de la razón sobre las tinieblas y para impulsar la libertad, la igualdad, la fraternidad y los derechos del Hombre y del Ciudadano. El primer símbolo europeo del progreso fue la vieja mannaia, actualizada y perfeccionada por los doctores Antoine Louis y Joseph Ignace Guillotin, quienes pusieron todos sus conocimientos anatómicos, fisiológicos y físicos en el afán humanitario de construir una máquina descabezadora precisa y rápida, con una cuchilla oblicua de 60 kilos de peso que, al caer desde una altura de 280 centímetros en un lapso de 75 centésimas de segundo, produjera un corte perfecto a la altura de la cuarta vértebra cervical del condenado. Al igual que el misterio eterno y vacío que corona a la Victoria de Samotracia, y como las serpientes enfrentadas que componen el rostro de Coatlicue, la civilización occidental moderna surge de un cuerpo decapitado.

Antes que el episodio desaparezca de los libros de texto, como está ocurriendo con el grueso de la historia nacional, es bueno recordar que en 1811 Félix María Calleja mandó poner, en las cuatro esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, y para escarmiento de la población, otras tantas jaulas con las cabezas de los patriotas Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, y que los cráneos permanecieron expuestos allí durante 10 años.

Por eso resultan un poco hipócritas los escándalos de Europa cuando, en los albores del siglo pasado, los turcos protagonizaron, a costa de los armenios, una de las más abundantes cosechas de cabezas de la historia; cuando los verdugos chinos descabezaban de un sablazo a los delincuentes en plena calle; cuando las dictaduras militares centroamericanas, patrocinadas por la Casa Blanca y el Departamento de Estado, ponían a la soldadesca a jugar futbol con los cráneos de los subversivos, o cuando las bandas de narcos se intercambian por correo cabezas de rivales asesinados.

En muchas ocasiones la violenta explosión de un misil Hellfire II, como los que las tropas gringas e israelíes disparan sobre civiles árabes desarmados (el fallecido Paul Marshall Johnson trabajaba en los sistemas de visión nocturna y adquisición de blancos para los helicópteros Apache, desde los que se lanza esa clase de armas) arranca las cabezas de los infortunados objetivos. Ah, pero eso no cuenta, dicen los respectivos departamentos de Relaciones Públicas de Washington y Tel Aviv, porque el propósito de la acción aérea es eminentemente defensivo y no consiste principalmente en despedazar cuerpos humanos sino en prevenir atentados terroristas.

No seas tan hipócrita, Occidente. Hazle un hueco en el orden alfabético, entre canotaje y decatlón, al deporte horrendo de cortar cabezas, inclúyelo en la próxima Olimpiada y deja que el doctor Guillotin y el Barón de Coubertin sostengan, de esa forma, un encuentro póstumo en Atenas.

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