En las fotos divulgadas por los medios, el cadáver del
ingeniero Paul Marshall Johnson, empleado de Lokheed-Martin, estaba seccionado
en dos partes. Sus asesinos, también fallecidos, unos muchachos sauditas
reclutados por Al Qaeda, hicieron con el especialista estadunidense algo muy
parecido a lo que sus compinches de Irak con el joven empresario Nick Berg,
hace seis semanas. Esas historias atroces no son sólo cosa de árabes fanáticos
ni mero entretenimiento de tribus liberianas; en realidad, el deporte de la
decapitación es una constante cultural tan extendida en el tiempo y el espacio
que podría tomársele como un motivo de fraternidad entre los pueblos. Entre las
más célebres referencias de la antigüedad a esta forma del arte --aunque no las
primeras-- están la historia deuterocanónica de Judith, la lideresa samaritana
que emborrachó y decapitó al comandante asirio Holofernes, y el episodio del
Nuevo Testamento en el que Salomé, deseosa de complacer a su madre, baila una
danza sensual frente a Herodes para convencerlo de que le sirva en un plato la
cabeza de Juan El
Bautista. Es improbable que los protagonistas de esas narraciones bíblicas
hayan tenido el propósito consciente de hermanar la tradición judeocristiana
con los romanos, los mesoamericanos, los jíbaros, los chinos y demás cortadores
de cabezas de antaño. En todo caso, la práctica fue retomada, entre muchos
otros, por los guerreros japoneses, los cruzados y las dinastías inglesas, tan
aficionadas a seccionar el pescuezo de sus rivales.
A partir de los siglos XII y XIII, en Alemania, Holanda y
Nápoles, empezó a usarse un instrumento de decapitación conocido como mannaia,
y del cual derivaron el halifax gibbet de
Inglaterra y el maiden de
Escocia. El Siglo de las Luces, con sus enciclopedias y sus filósofos,
desembocó en una guillotina reluciente y muy productiva, especialmente diseñada
para imponer la luz de la razón sobre las tinieblas y para impulsar la
libertad, la igualdad, la fraternidad y los derechos del Hombre y del
Ciudadano. El primer símbolo europeo del progreso fue la vieja mannaia,
actualizada y perfeccionada por los doctores Antoine Louis y Joseph Ignace
Guillotin, quienes pusieron todos sus conocimientos anatómicos, fisiológicos y
físicos en el afán humanitario de construir una máquina descabezadora precisa y
rápida, con una cuchilla oblicua de 60 kilos de peso que, al caer desde una
altura de 280 centímetros en un lapso de 75 centésimas de segundo, produjera un
corte perfecto a la altura de la cuarta vértebra cervical del condenado. Al igual
que el misterio eterno y vacío que corona a la Victoria de Samotracia, y como
las serpientes enfrentadas que componen el rostro de Coatlicue, la civilización
occidental moderna surge de un cuerpo decapitado.
Antes que el episodio desaparezca de los libros de texto,
como está ocurriendo con el grueso de la historia nacional, es bueno recordar
que en 1811 Félix María Calleja mandó poner, en las cuatro esquinas de la
Alhóndiga de Granaditas, y para escarmiento de la población, otras tantas
jaulas con las cabezas de los patriotas Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan
Aldama y Mariano Jiménez, y que los cráneos permanecieron expuestos allí
durante 10 años.
Por eso resultan un poco hipócritas los escándalos de Europa
cuando, en los albores del siglo pasado, los turcos protagonizaron, a costa de
los armenios, una de las más abundantes cosechas de cabezas de la historia;
cuando los verdugos chinos descabezaban de un sablazo a los delincuentes en
plena calle; cuando las dictaduras militares centroamericanas, patrocinadas por
la Casa Blanca y el Departamento de Estado, ponían a la soldadesca a jugar
futbol con los cráneos de los subversivos, o cuando las bandas de narcos se
intercambian por correo cabezas de rivales asesinados.
En muchas ocasiones la violenta explosión de un misil Hellfire
II, como los que las tropas gringas e israelíes disparan sobre civiles
árabes desarmados (el fallecido Paul Marshall Johnson trabajaba en los sistemas
de visión nocturna y adquisición de blancos para los helicópteros Apache,
desde los que se lanza esa clase de armas) arranca las cabezas de los
infortunados objetivos. Ah, pero eso no cuenta, dicen los respectivos
departamentos de Relaciones Públicas de Washington y Tel Aviv, porque el
propósito de la acción aérea es eminentemente defensivo y no consiste
principalmente en despedazar cuerpos humanos sino en prevenir atentados
terroristas.
No seas tan hipócrita, Occidente. Hazle un hueco en el orden
alfabético, entre canotaje y decatlón, al deporte horrendo de cortar cabezas,
inclúyelo en la próxima Olimpiada y deja que el doctor Guillotin y el Barón de
Coubertin sostengan, de esa forma, un encuentro póstumo en Atenas.
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