Antes de que iniciara su espuriato, en
plática con el entonces embajador gringo Tony Garza, Felipe Calderón
juraba que el suyo no habría de ser un "narcosexenio" (cable
06MEXICO5607 de WikiLeaks). Seis años después los amplios sectores
de la sociedad que durante seis años se negaron a llamarlo
presidente lo califican, en clamor, como narcopresidente. El
apelativo se masificó en la redes sociales el día de su más
reciente cumpleaños, el 18 de agosto, y salió a las calles ayer,
domingo 16, en el el desfile capitalino y en otros puntos del país,
cuando se convirtió en un mensaje cuyos destinatarios eran los
soldados que desfilaban: “Militares, defiendan al pueblo, no a un
narcopresidente”. En la ceremonia de la víspera, los de por sí
desabridos “vivas” del aún encargado del Poder Ejecutivo fueron
opacados por un griterío procedente de la plaza que no pudo ser
extirpado del todo de la pista de audio de las transmisiones
oficiales: “¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!”
Y aquí está este hombre, Felipe
Calderón, a punto de soltar el poder al que llegó de manera
ilegítima, remiso a someterse al escrutinio de la justicia por los
crímenes de lesa humanidad perpetrados por el poder público durante
su administración, pero enfrentado al juicio adelantado de la
historia: narcopresidente y asesino. Lo hecho, hecho está. Nadie
puede revivir a los miles de mexicanos (no hay ni cómo contarlos)
que murieron por causa de una estrategia oficial equivocada, fallida
y perversa ni hay manera de regresar la realidad a las últimas
semanas de 2006, cuando Calderón decidió matar, con su guerra, no
sólo a millares de personas, sino también a muchos pájaros de un
tiro: obtener la legitimidad que le faltaba, complacer a los gringos,
reafirmar su masculinidad y también, tal vez, beneficiar a algunos
sectores económicos vinculados al narco de manera estructural, como
el financiero.
Calderón no podrá alegar que nadie se
lo advirtió. La usurpación era, por sí misma, una falta muy grave,
y López Obrador le dijo en su momento que reflexionara sobre lo que
estaba a punto de perpetrar, que pensara en su descendencia, que un
fraude no se borra ni con toda el agua de los océanos. Pero la
instauración del espuriato habría de ser sólo el primer peldaño
de una carrera delictiva mucho más prolífica.
Cuando Calderón declaró su guerra
“contra la criminalidad” y “contra el narco”, una infinidad
de voces, tanto amigas como adversarias, tanto nacionales como
extranjeras, le dijeron que estaba a punto de cometer un crimen y
algo peor: una estupidez. Se lo siguieron diciendo en muchos tonos,
de muchas maneras, todos los días, mientras él iba sumiendo al país
en un baño de sangre como no se había conocido desde hace cien
años. Pero Calderón nunca tuvo el menor interés de entender, y ni
siquiera de escuchar, y dirigía a los críticos de su política
demencial un reproche absurdo y difamatorio: “si me critican es
porque están a favor de los criminales”. En ese misimo estilo
ilógico se justificaba a sí mismo: “¿Qué pretenden? ¿Que deje
de cumplir la ley?”
A juzgar por las imágenes recientes,
el narcopresidente se encuentra tan disociado que no ha cobrado cabal
conciencia de la gravedad de su situación: está a está a diez
semanas de dejar el puesto que lo ha protegido en manos de un aliado
muy poco confiable. Es profunda y permanentemente detestado por el
país al que él mismo sumió en el odio y la destrucción. Se va con
un montón de facturas pendientes y favores no devueltos a la
oligarquía que lo puso en el trono presidencial y acaso también con
cuentas por pagar a alguno de los cárteles a los que combatió
no para cumplir la ley sino –esa es la percepción generalizada–
para favorecer a los competidores. Deja tras de sí muchas causales
de juicio por violaciones a los derechos humanos, corrupción y
traición a la patria.
En los hechos, por más que la
formalidad de sus documentos se encuentre en orden, ha perdido para
siempre su condición de ciudadano: no podrá salir en el resto de su
vida a pasear por las calles sin echarse encima un pesado blindaje;
no podrá acudir a sitios públicos sin una asfixiante escolta; se ha
privado en forma irremediable de la convivencia respetuosa con sus
connacionales. Y si un mexicano llega a reconocerlo en Houston, en
Viena o en Estambul, es muy probable que reciba una imprecación o un
escupitajo. Y eso, por no hablar de los rencores de los delincuentes
de cuello blanco (que suelen ser los más peligrosos) o los de cuerno
de chivo.
Se va, Felipe Calderón, a algún
lujoso basurero de la historia, pero ni allí encontrará sosiego. Ya
irán a buscarlo los deudos, los ofendidos, los depauperados, para
sacarlo de su escondite y presentarlo ante un tribunal.
Qué se le va a hacer. Se lo buscó. Se
lo forjó paso a paso. Se lo ganó a pulso.
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