17.9.12

Asesino y narcopresidente


Antes de que iniciara su espuriato, en plática con el entonces embajador gringo Tony Garza, Felipe Calderón juraba que el suyo no habría de ser un "narcosexenio" (cable 06MEXICO5607 de WikiLeaks). Seis años después los amplios sectores de la sociedad que durante seis años se negaron a llamarlo presidente lo califican, en clamor, como narcopresidente. El apelativo se masificó en la redes sociales el día de su más reciente cumpleaños, el 18 de agosto, y salió a las calles ayer, domingo 16, en el el desfile capitalino y en otros puntos del país, cuando se convirtió en un mensaje cuyos destinatarios eran los soldados que desfilaban: “Militares, defiendan al pueblo, no a un narcopresidente”. En la ceremonia de la víspera, los de por sí desabridos “vivas” del aún encargado del Poder Ejecutivo fueron opacados por un griterío procedente de la plaza que no pudo ser extirpado del todo de la pista de audio de las transmisiones oficiales: “¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!”

Y aquí está este hombre, Felipe Calderón, a punto de soltar el poder al que llegó de manera ilegítima, remiso a someterse al escrutinio de la justicia por los crímenes de lesa humanidad perpetrados por el poder público durante su administración, pero enfrentado al juicio adelantado de la historia: narcopresidente y asesino. Lo hecho, hecho está. Nadie puede revivir a los miles de mexicanos (no hay ni cómo contarlos) que murieron por causa de una estrategia oficial equivocada, fallida y perversa ni hay manera de regresar la realidad a las últimas semanas de 2006, cuando Calderón decidió matar, con su guerra, no sólo a millares de personas, sino también a muchos pájaros de un tiro: obtener la legitimidad que le faltaba, complacer a los gringos, reafirmar su masculinidad y también, tal vez, beneficiar a algunos sectores económicos vinculados al narco de manera estructural, como el financiero.

Calderón no podrá alegar que nadie se lo advirtió. La usurpación era, por sí misma, una falta muy grave, y López Obrador le dijo en su momento que reflexionara sobre lo que estaba a punto de perpetrar, que pensara en su descendencia, que un fraude no se borra ni con toda el agua de los océanos. Pero la instauración del espuriato habría de ser sólo el primer peldaño de una carrera delictiva mucho más prolífica.

Cuando Calderón declaró su guerra “contra la criminalidad” y “contra el narco”, una infinidad de voces, tanto amigas como adversarias, tanto nacionales como extranjeras, le dijeron que estaba a punto de cometer un crimen y algo peor: una estupidez. Se lo siguieron diciendo en muchos tonos, de muchas maneras, todos los días, mientras él iba sumiendo al país en un baño de sangre como no se había conocido desde hace cien años. Pero Calderón nunca tuvo el menor interés de entender, y ni siquiera de escuchar, y dirigía a los críticos de su política demencial un reproche absurdo y difamatorio: “si me critican es porque están a favor de los criminales”. En ese misimo estilo ilógico se justificaba a sí mismo: “¿Qué pretenden? ¿Que deje de cumplir la ley?”

A juzgar por las imágenes recientes, el narcopresidente se encuentra tan disociado que no ha cobrado cabal conciencia de la gravedad de su situación: está a está a diez semanas de dejar el puesto que lo ha protegido en manos de un aliado muy poco confiable. Es profunda y permanentemente detestado por el país al que él mismo sumió en el odio y la destrucción. Se va con un montón de facturas pendientes y favores no devueltos a la oligarquía que lo puso en el trono presidencial y acaso también con cuentas por pagar a alguno de los cárteles a los que combatió no para cumplir la ley sino –esa es la percepción generalizada– para favorecer a los competidores. Deja tras de sí muchas causales de juicio por violaciones a los derechos humanos, corrupción y traición a la patria.

En los hechos, por más que la formalidad de sus documentos se encuentre en orden, ha perdido para siempre su condición de ciudadano: no podrá salir en el resto de su vida a pasear por las calles sin echarse encima un pesado blindaje; no podrá acudir a sitios públicos sin una asfixiante escolta; se ha privado en forma irremediable de la convivencia respetuosa con sus connacionales. Y si un mexicano llega a reconocerlo en Houston, en Viena o en Estambul, es muy probable que reciba una imprecación o un escupitajo. Y eso, por no hablar de los rencores de los delincuentes de cuello blanco (que suelen ser los más peligrosos) o los de cuerno de chivo.

Se va, Felipe Calderón, a algún lujoso basurero de la historia, pero ni allí encontrará sosiego. Ya irán a buscarlo los deudos, los ofendidos, los depauperados, para sacarlo de su escondite y presentarlo ante un tribunal.

Qué se le va a hacer. Se lo buscó. Se lo forjó paso a paso. Se lo ganó a pulso.

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