Para empezar: mantuvo y amplió la
política social formulada y aplicada por López
Obrador entre 2001 y 2005. Eso quiere decir que una parte sustancial
del menguante presupuesto del Distrito Federal fue destinado a
mitigar los efectos de la crisis económica sobre la población, a
atenuar las pavorosas desigualdades y a promover el acceso de
millones de personas a la alimentación, la educación y la salud.
Si esta ciudad no ha sufrido la espiral
de violencia y muerte que se abatió sobre el resto del país –con
las excepciones adicionales de Yucatán, Tlaxcala y Puebla– durante
estos seis años, atizada desde Los Pinos y desde Washington, ello no
sólo se explica por una estrategia policial adecuada, sino también
porque esa política social restó caldo de cultivo a la
delincuencia.
En contraste con los gobernadores que
desvían y se roban descaradamente el dinero de todos, y que enfocan
los programas sociales a la obtención de sufragios para su causa
partidista, lo hecho y lo continuado en la ciudad capital es más que
meritorio. También lo han sido las medidas orientadas a promover el
esparcimiento popular, tan ridiculizadas en un inicio por ciertos
sectores de la clase media, como los conciertos y exposiciones
gratuitos en el Zócalo, la pista de hielo invernal y las “playas
artificiales” veraniegas.
En otro sentido, la administración de
Ebrard mostró una audacia política notable en lo que se refiere a
la ampliación de los derechos y las libertades individuales. En su
administración el Distrito Federal protagonizó un salto de siglos
con la despenalización del aborto y la aprobación de matrimonios
entre personas del mismo sexo. Las reformas correspondientes
representan sendas y formidables contribuciones a la causa de las
mujeres, de los derechos reproductivos y de género y a la lucha
contra la discriminación.
Otro mérito indiscutible: en la mayor
parte de su gobierno, Ebrard resistió con dignidad los rencores y la
criminal ofensiva –presupuestal, hídrica, legislativa, judicial–
del calderonato contra el Distrito Federal y cumplió, de esa forma,
el mandato de una ciudadanía que ha rechazado en forma consistente y
mayoritaria al PRIAN y a lo que éste representa.
De lo negativo: en primer lugar, Ebrard
fue omiso en su deber de garantizar la seguridad y el bienestar de
los capitalinos cuando el calderonato, con la destrucción de Luz y
Fuerza del Centro, asestó un triple golpe a la propiedad pública
nacional, al Sindicato Mexicano de Electricistas y a la población
del centro del país. Durante casi un año ésta padeció una crisis
de abasto eléctrico de proporciones catastróficas que implicó
graves situaciones de riesgo, pérdidas económicas incalculables y
un deterioro injustificable en su calidad de vida. El jefe de
gobierno se lavó las manos y, en la lógica de que él no tenía
porqué resolverle la bronca a la administración federal, dejó que
los capitalinos enfrentaran solos y desamparados la bronca enorme de
los prolongados y casi diarios apagones y lo que conllevaron:
inundaciones, embotellamientos, inseguridad y severos perjuicios para
profesionistas y empresas pequeñas y minúsculas.
Por otra parte, el aún jefe de
gobierno indujo, así haya sido de manera indirecta, un conflicto de
grandes proporciones en la Universidad Autónoma de la Ciudad de
México al apoyar a una nueva rectora que, independientemente de sus
virtudes académicas personales o de que tenga o no cédula
profesional, ha llevado a esa institución a una polarización casi
irresoluble. Lejos de emprender la solución de los muchos e
innegables problemas que venía arrastrando la UACM, Esther Orozco
los agravó en forma exponencial, generó desde el inicio de su
rectorado un ambiente de persecución, hostilidades y vendetas
autoritarias, y acabó por convertirse, ella misma, en el principal
problema de la universidad.
Pero lo peor del gobierno de Ebrard es
que introdujo en el Distrito Federal una línea privatizadora del
todo incompatible con el sentido social del proyecto político que en
1997 conquistó el poder en la ciudada capital y que lo ha mantenido,
pese a todo, hasta la fecha. Entre 2007 y el año en curso no ha sido
liberada ni una de las calles arbitrariamente privatizadas por sus
habitantes –ubicadas, la mayor parte de ellas, en colonias de clase
media o alta, pero también en barrios populares–; en cambio,
Ebrard cedió a la explotación privada grandes tramos de vialidad.
Otro punto a tener en cuenta: si esas obras fueran de circulación
libre, se justificarían los severos perjuicios causados durante su
construcción a los usuarios del transporte público y
automovilistas; pero como se trata de proyectos explotables, los
cientos de años/hombre perdidos por la realización de esas obras
representan un despojo a la población, una suerte de subsidio
obligatorio en beneficio de los concesionarios.
Paradójico: la administración que
amplió los derechos y las libertades para las mujeres y las minorías
sexuales atentó de manera flagrante contra el derecho al libre
tránsito.
Sin afán exculpatorio, Ebrard comparte
la responsabilidad por semejante incoherencia con la sociedad que se
lo permitió. La ciudadanía que ha venido apoyando a los gobiernos
de izquierda en el Distrito Federal durante los últimos tres lustros
no quiso o no pudo obligar al gobernante saliente a apegarse en forma
plena al mandato que recibió. Ojalá que con Mancera los capitalinos
no seamos tan complacientes.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario