En Brasil, en la década antepasada, el
fenómeno se llamó Fernando Collor de Mello; Italia padeció la
pesadilla de Silvio Berlusconi; México está, al parecer, a punto de
padecer a uno de esos gobernantes impuestos desde, por y para el
poder desmesurado de los medios. En el tercero de estos países se ha
llegado al punto en que Televisa tiene su propia representación
parlamentaria en ambas cámaras, lograda a punta de dinero y mediante
partidos que no son partidos sino franquicias, como el Verde
Ecologista Mexicano, única organización en el mundo que se dice
ecologista y que defiende con pasión el restablecimiento de la pena
de muerte.
Si no poseen al gobierno buscan tomarlo
por asalto, ya sea por medio del aprovechamiento abusivo de cualquier
resquicio en la legalidad democrática o mediante la incitación
abierta al golpe de estado, como lo hicieron las cadenas televisivas
privadas en Venezuela, en 2002, y como lo han hecho varios medios
oligárquicos en Ecuador.
Los dueños de esta clase de medios
cuentan, para eludir o atropellar la voluntad popular, con una vasta
red internacional de legitimación que va desde la proestadunidense
Sociedad Interamericana de Prensa hasta la europea Reporteros Sin
Fronteras. Si una autoridad nacional trata de emplear recursos
legales contra ellos, pegarán de gritos doliéndose por un “ataque
a la libertad de prensa”, entendida ésta como libertad de empresa
y como sometimiento del Estado a intereses mediático-empresariales
de lo más sórdido. Y el adjetivo no es un exceso: recuerden, por
ejemplo, los orígenes criminales del actual régimen de propiedad de
Clarin, en Argentina.
La libertad de expresión, esgrimida
por los consejos editoriales y de administración de estos
corporativos, equivale a que Drácula pronunciara un discurso para
promover el vegetarianismo. Porque en el mundo contemporáneo el
principal factor de censura en el mundo no es ya el Estado ni la
iglesia –cualquiera que ésta sea– sino las conveniencias
empresariales de los grandes medios. Son éstas las que uniforman la
información, las que llevan a la construcción de un discurso único
y las que cierran toda posibilidad de información y opinión
plurales y libres. Su gran coartada es eso que denominan
“objetividad” e “imparcialidad”, como si se pudiera hacer
periodismo con tales cualidades. Se sabe desde hace tiempo: la
abominación de las ideologías es la ideología del neoliberalismo
dominante.
Empezaron por hacer favores de silencio
y estruendo a las viejas clases políticas y terminaron por volverse
parte de ellas y por disputar el poder –o por ejercerlo– al
margen de lineamientos constitucionales, de los preceptos de
Montesquieu y de la dignidad del oficio de informar y opinar. Sin
embargo, las enormes facultades extra legales que han acumulado no
van a durarles mucho tiempo más, ya sea porque las sociedades toman
el gobierno en sus manos y blindan a las instituciones del acoso de
los medios, porque la transformación tecnológica transfiere a
individuos y comunidades posibilidades de comunicación que hasta
hace pocos años sólo estaban al alcance de quien pudiera ser dueño
de una rotativa, de transmisores de radio y televisión o de redes de
cable, o por una combinación de ambos factores.
Han sido, por décadas, los grandes
monstruos del poder, los factores de estabilidad o de
desestabilización. Pero acabarán por disolverse como un helado bajo
el sol de verano.
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