El último presidente de México fue
Miguel de la Madrid y lo hizo tan mal que sentó las bases para que
sus sucesores en el cargo, electos o impuestos, se desempeñaran no
como presidentes de los mexicanos, sino más bien como procónsules
de Estados Unidos. Hasta 1982 el ejercicio de la soberanía nacioanl
había sido para los presidentes en turno una tarea muy complicada,
obligadamente ambigua y de márgenes estrechos, porque gobernaban al
país derrotado en varias guerras y debían plegarse en algunos
asuntos para preservar la independencia en otros. El sexenio
1982-1988, prolífico en conflictos bilaterales y en encontronazos
con Washington, se saldó con la renuncia a esa compleja gestión de
la soberanía y con la elaboración de un programa político para
administrar, a largo plazo, la liquidación de la independencia
nacional.
La primera abdicación, protagonizada
por Salinas, fue en el terreno de la política económica. En su
periodo se acató el Consenso de Washington y se inició la magna
tarea del ciclo neoliberal: libre comercio, reducción de la
propiedad pública, achicamiento del Estado, devaluación de la
población, concentración de la riqueza, desmantelamiento de las
organizaciones sindicales y campesinas y sustitución de la política
social por programas de clientelismo electoral. Posteriormente, en el
sexenio de Zedillo, se entregó a los intereses extranjeros los
ferrocarriles y la banca y se inició la infiltración de la
industria energética –petrolera y eléctrica– por contratistas
foráneos, una labor que habría de consumarse ya en tiempos de Fox,
quien además entregó los recursos mineros del país y muchas obras
de infraestructura. Calderón siguió adelante con el
desmantelamiento de la industria energética, cedida principalmente a
consorcios españoles, y cedió a Washington aspectos capitales de la
política internacional, la seguridad pública y nacional y la
procuración de justicia.
Como consecuencia de esa saga de
administraciones vendepatrias hoy el país ha perdido la soberanía
en sus dimensiones económica, alimentaria, financiera, tecnológica,
comercial, militar y policial, y su política exterior, antaño
ejemplar y emblemática en el mundo, hoy se reduce a instrumento
subsidiario del Departamento de Estado.
La pérdida de la independencia ha
tenido efectos devastadores y dolorosísimos para la población
mexicana. Los gobernantes de hoy no toman decisiones para evitar el
hambre de los habitantes del país sino para beneficiar a productores
extranjeros; el sacrificio de los consumidores mexicanos engorda las
ganancias de las empresas estadunidenses y europeas; las
transnacionales aplican, aquí, condiciones laborales que en sus
países de origen serían objeto de demandas penales y de una
inmediata extendida repulsa social; el agro nacional ha sido
sacrificado en beneficio de importadores extranjeros; los proveedores
de bienes y servicios, locales o foráneos, cometen en el territorio
nacional abusos contra los consumidores que resultarían imposibles
en otras naciones. Y, para rematar el panorama, México ha sido
arrastrado por el calderonato a una guerra cruenta y exasperante cuya
única lógica visible consiste en favorecer los intereses de las
mafias del narcotráfico y las proyecciones geoestratégicas del
gobierno de Estados Unidos.
Hoy, cuando la clase política se
apresta a entronizar a un nuevo procónsul con el propósito
explícito de culminar la destrucción de los derechos laborales,
consumar la aniquilación de la industria energética nacional y
consagrar nuevos mecanismos fiscales que aceleren la concentración
de la riqueza, es claro que el país requiere de una nueva gesta de
independencia, necesariamente asociada a una nueva revolución social
y política.
A diferencia de lo ocurrido a
principios de los siglos antepasado y pasado, sin embargo, los
procesos correspondientes no pueden, hoy en día, conducirse por
medio de insurrecciones armadas. Mucho camino han recorrido desde
entonces la ética social y las asimetrías tecnológicas como para
que las luchas violentas pudieran tener un grado mínimo de
viabilidad, y nada garantiza que no culminaran, después de un ciclo
de recrudecida destrucción humana y material, en una restauración
del régimen. Hay un argumento adicional, aunque no menos
contundente, contra la vía armada: en un país controlado por las
mafias –las del narcotráfico, las empresariales, las políticas, y
la gran suma de todas ellas– y sus brazos militares o
paramilitares, las expresiones populares de organización armada
serían ahogadas desde su inicio.
Queda, pues, el desafío enorme, pero
esperanzador, de multiplicar la organización de la sociedad para que
ésta sea capaz de disputar el poder por diversas vías: la
electoral, en donde aún quedan espacios de lucha, pero también las
de la resistencia pacífica y la desobediencia civil. En lo que va de
este siglo la fuerza social ha demostrado su capacidad de resistir al
poder oligárquico y entreguista e incluso de derrotarlo. En la
opinión personal de quien escribe, lo procedente es persistir por
esa determinación y orientarla de manera explícita hacia el
objetivo de una nueva independencia nacional y de una nueva
revolución social, moral y política.
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