15.9.12

Por una nueva independencia


El último presidente de México fue Miguel de la Madrid y lo hizo tan mal que sentó las bases para que sus sucesores en el cargo, electos o impuestos, se desempeñaran no como presidentes de los mexicanos, sino más bien como procónsules de Estados Unidos. Hasta 1982 el ejercicio de la soberanía nacioanl había sido para los presidentes en turno una tarea muy complicada, obligadamente ambigua y de márgenes estrechos, porque gobernaban al país derrotado en varias guerras y debían plegarse en algunos asuntos para preservar la independencia en otros. El sexenio 1982-1988, prolífico en conflictos bilaterales y en encontronazos con Washington, se saldó con la renuncia a esa compleja gestión de la soberanía y con la elaboración de un programa político para administrar, a largo plazo, la liquidación de la independencia nacional.

La primera abdicación, protagonizada por Salinas, fue en el terreno de la política económica. En su periodo se acató el Consenso de Washington y se inició la magna tarea del ciclo neoliberal: libre comercio, reducción de la propiedad pública, achicamiento del Estado, devaluación de la población, concentración de la riqueza, desmantelamiento de las organizaciones sindicales y campesinas y sustitución de la política social por programas de clientelismo electoral. Posteriormente, en el sexenio de Zedillo, se entregó a los intereses extranjeros los ferrocarriles y la banca y se inició la infiltración de la industria energética –petrolera y eléctrica– por contratistas foráneos, una labor que habría de consumarse ya en tiempos de Fox, quien además entregó los recursos mineros del país y muchas obras de infraestructura. Calderón siguió adelante con el desmantelamiento de la industria energética, cedida principalmente a consorcios españoles, y cedió a Washington aspectos capitales de la política internacional, la seguridad pública y nacional y la procuración de justicia.

Como consecuencia de esa saga de administraciones vendepatrias hoy el país ha perdido la soberanía en sus dimensiones económica, alimentaria, financiera, tecnológica, comercial, militar y policial, y su política exterior, antaño ejemplar y emblemática en el mundo, hoy se reduce a instrumento subsidiario del Departamento de Estado.

La pérdida de la independencia ha tenido efectos devastadores y dolorosísimos para la población mexicana. Los gobernantes de hoy no toman decisiones para evitar el hambre de los habitantes del país sino para beneficiar a productores extranjeros; el sacrificio de los consumidores mexicanos engorda las ganancias de las empresas estadunidenses y europeas; las transnacionales aplican, aquí, condiciones laborales que en sus países de origen serían objeto de demandas penales y de una inmediata extendida repulsa social; el agro nacional ha sido sacrificado en beneficio de importadores extranjeros; los proveedores de bienes y servicios, locales o foráneos, cometen en el territorio nacional abusos contra los consumidores que resultarían imposibles en otras naciones. Y, para rematar el panorama, México ha sido arrastrado por el calderonato a una guerra cruenta y exasperante cuya única lógica visible consiste en favorecer los intereses de las mafias del narcotráfico y las proyecciones geoestratégicas del gobierno de Estados Unidos.

Hoy, cuando la clase política se apresta a entronizar a un nuevo procónsul con el propósito explícito de culminar la destrucción de los derechos laborales, consumar la aniquilación de la industria energética nacional y consagrar nuevos mecanismos fiscales que aceleren la concentración de la riqueza, es claro que el país requiere de una nueva gesta de independencia, necesariamente asociada a una nueva revolución social y política.

A diferencia de lo ocurrido a principios de los siglos antepasado y pasado, sin embargo, los procesos correspondientes no pueden, hoy en día, conducirse por medio de insurrecciones armadas. Mucho camino han recorrido desde entonces la ética social y las asimetrías tecnológicas como para que las luchas violentas pudieran tener un grado mínimo de viabilidad, y nada garantiza que no culminaran, después de un ciclo de recrudecida destrucción humana y material, en una restauración del régimen. Hay un argumento adicional, aunque no menos contundente, contra la vía armada: en un país controlado por las mafias –las del narcotráfico, las empresariales, las políticas, y la gran suma de todas ellas– y sus brazos militares o paramilitares, las expresiones populares de organización armada serían ahogadas desde su inicio.

Queda, pues, el desafío enorme, pero esperanzador, de multiplicar la organización de la sociedad para que ésta sea capaz de disputar el poder por diversas vías: la electoral, en donde aún quedan espacios de lucha, pero también las de la resistencia pacífica y la desobediencia civil. En lo que va de este siglo la fuerza social ha demostrado su capacidad de resistir al poder oligárquico y entreguista e incluso de derrotarlo. En la opinión personal de quien escribe, lo procedente es persistir por esa determinación y orientarla de manera explícita hacia el objetivo de una nueva independencia nacional y de una nueva revolución social, moral y política.

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